Miércoles, 18 de Octubre de 2023
El imperio romano cayó, según la monja de historia, por los excesos: ya se sabe, bacanales, orgías y gladiadores que echan tripa. El imperio británico cayó -a los remoaners nos gusta creer- por el Brexit, pero su decadencia había empezado mucho antes: aquí nada funciona y como ejemplo ilustrativo usaremos hoy la red ferroviaria, a la que afortunadamente no tengo que exponerme con frecuencia. Hasta el otro día.
Contexto
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Idílico Cornualles |
Como Mini se iba esta semana a Sicilia con su clase de Latín, el Peda y la que firma aprovechamos para hacer ese perpetuo “must” de las islas británicas que es Cornualles (Cornwall). Nota: Lo sé, este blog mejoraría bastante si la que escribiera sus crónicas de viaje fuera Mini, a juzgar por los “snaps” (snapchat, ese whatsapp para quinceañeros que mi curro ha decidido bloquear por, qué cosas, no ser fundamental en el ejercicio de mi trabajo) que le mandaba a su aitá. Parece que ha sido una especie de “viaje iniciático” en el que ha sufrido que te pongan “literalmente” tres tortellinis a 13.50 euros (“casi cinco euros por tortellini!”, ha calculado), en el que se han ido a dormir a las 4 am -teniendo que levantarse para ver Siracusa o lo que fuere a las 7 am-, en el que ha probado el vodka (“los italianos te sirven alcohol sin pedir identificación de edad” y, socorro, “era rico”) y quién sabe qué más que no ha contado.
Comienza la aventura: se decide ir en tren
Total que nosotros, ilusos de la vida, decidimos viajar en tren porque según nuestro mecánico, "con el pobre Wolfy hubiera sido una aventura” ya que St. Ives, nuestro objetivo, está a 492 kms -aunque recordemos cómo respondió en la
Isla de Wight, que le mereció el título de beato del divlog. No importa: nos encanta(ba) viajar en tren y son cinco horas y media, desde Londinium Paddington hasta St Erth, y allí cambiar a un toco-toco de trece minutos que termina en St. Ives.
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"Si todo va bien" son cinco horas y media |
Qué maravilla, fantaseábamos: esparcir nuestros juguetes -libros, ordenador, teléfonos- por la mesa (donde nadie más se sentaría, dos asientos para cada uno), en un punto sacaría el bocata de paleta (sobres al vacío que manda mi suegra), en otro me haría una con el bonito paisaje, meditando. Recordaba aquellos
trenes japoneses con los que nos recorrimos el país, máquinas ultraeficientes que cerraban su puerta un minuto antes de la exacta hora de salida (aunque te vieran ahí, no te abrían), animales mitológicos en los que escribí divagues como este, leí cuentos a Mini y libros, me hice (también) una con el paisaje, creí en la humanidad. Tan bien lo pasabas dentro que siempre llegabas demasiado pronto a destino, había hasta un tren preparado para los niños, el
Aso Boy! -algo que hoy me parecería atroz, pero en su día Mini tenía esa edad.
Pero hay que bajar de las ensoñaciones a la realidad: ay, esto es Inglaterra y remito al primer párrafo. El país colapsa si hace mucho calor, mucho frío y también por…lluvia! Sí, también por lluvia.
Nuestro tren debe ser mítico en la isla, el
“Cornish Riviera Express”, que comenzó en 1904 y que hoy en día lleva GWR (Great Western Railways). Sale a las doce del mediodía y en teoría, a las cinco y media de la tarde estaríamos ya en St Ives. Pero al llegar a Paddington comienza la “verdadera aventura”, en las pantallas (la revolución no será televisada, pero la aventura sí): “tren retrasado hasta las 12:25”. Bueno, cosas que pasan, no nos pongamos nerviosos porque, además, en la estación hay un Pret.
Tenemos que hablar de Pret
No sé si he hablado de la cadena de cafés llamada Pret-a-manger y su “suscripción”, que comenzó en la pandemia: merecería un divague en sí misma, pero lo voy a meter aquí. Los londinenses nos dividimos entre los que tienen o no tienen suscripción - en mi casa esta estadística se replica perfectamente: el Peda tiene, y yo no (Mini es menor, aunque en Italia, debatible). La suscripción consiste en que, pagando £30 al mes puedes tomarte cinco cafés y sus variantes al día, separados por 30 minutos. Ellos confían en que la mayor parte de las personas sean normales y tomen un par de cafés al día, pero con que tomes uno, ya sale a cuenta [los tés son como £3.45 y un café strong vale £4.10]. Pero están las personas normales y luego los españoles: el amigo G. también pertenece al club y el Peda y él se pasan los QRs de manera que entre todos nos pimplamos fácilmente los 10 tés/cafés diarios. Me encantaría explicar en detalle cómo funciona, pero temo irme de tema y sé que este párrafo parece no tener relación con el declive del imperio británico (de hecho, Pret es de lo poco civilizado que hay, si descontamos sus ultraprocesados), los trenes, la aventura, Cornwall, y el libro del que hablaré en un minuto. Pero nunca se ha ocultado que estas crónicas de viaje son disfraces: en realidad son más bien “musings” (me encanta esta palabra, no hace falta traducirla) de la vida diaria, observaciones random, desvaríos sugeridos por el cambio de paisaje. Total que sí, que Paddington tiene Pret y nos tomamos dos cada uno, gracias a G. y al retraso - claro que mientras esperábamos al segundo ya llega el tren y hay que correr al andén. Me vi perdiéndolo.
Este divague es dos por uno
Nos sentamos todos ufanos en una mesa (tristemente, con un señor delante que come patatas fritas con sabor a sal y vinagre, qué hay más británico) y saco el portátil y mi libro. Acabo de decidir que este divague de viajes se va a combinar con divague de libro, porque su lectura siempre la voy a asociar con este día. Se trata de “
Los anillos de Saturno” de W.G. Sebald.
Sebald era alemán, nació en 1944 y se asentó en Inglaterra en 1970. Fue catedrático de literatura alemana hasta que murió en un accidente de tráfico en 2001. Escribía en alemán y su traductor al inglés, Michael Hulse, es muy reconocido como tal, además de poeta. En principio debería ser mi tipo de libro: el autor hace un viaje a pie por la costa de East Anglia y va divagando según lo que le sugieren los lugares que visita y el paisaje que ve. Por ejemplo, al principio va a un museo donde está el cráneo de un médico llamado Thomas Browne y de contar su historia pasa a “La lección de anatomía” de Rembrandt y curiosidades sobre él: me encanta, todo me interesa.
Pero a medida que el libro avanza no todas las partes en las que se detiene y divaga me interesan por igual (como al divagante que ha sufrido el párrafo de Pret, por ejemplo). Además, formalmente el libro no me iba aportando mucho, y eso que ha sido elogiado por su lenguaje, y "la belleza de su prosa" que, entiéndanme, me ha parecido perfectamente correcta, pero no es para mí el concepto belleza. “Un libro genial, extraño, que conmueve” dice un crítico en la portada de mi edición. No sé si es extraño el divagar, a mí no me lo parece, y lo que más me ha conmovido ha sido más la sensación final (sigan leyendo) que muchas de las historias particulares.
Tal vez esta es la razón por la que lo empecé el 18 de septiembre, pero entre medio me encontró
Angela Carter, y a la vez he ido entrando y saliendo de Despentes. Parecería que al ir contando historias más o menos independientes, el de Sebald es también un libro en el que puedes entrar y salir. Sin embargo, tal vez por haberlo leído así o porque mi cabeza no ha estado este mes donde debería, no ha funcionado. Sebald: no eres tú, soy yo.
Hacia Exeter, me empapo de colonialismo
Miro por la ventana, el tren para en Reading (“Si estás aburrido de Londinium, prueba con Reading” decía alguien). Seguimos progresando, gente sube, gente baja. Taunton. Una mujer se une a nuestra mesa, hay que apretarse. Tengo el ordenador abierto pero el wifi, pese al paraguas completo, no funciona. Estoy en el que creo es el mejor capítulo del libro, el cinco, en el que narra la vida que terminó en ejecución de Roger Casement en una cárcel londinense en 1916 por “alta traición”. Hay una foto del personaje (hay bastantes fotos en blanco y negro de mala calidad en todo el libro, verdaderamente como si fuera un blog).
Todo está enlazado, como en los buenos divagues: Sebald ve un docu en la BBC una noche: Casement estaba de cónsul británico en Congo y allí conoce a Joseph Conrad. Gran parte del capítulo describe la vida de Conrad -incluyendo su historia de amor con una “legitimista española”- que en un punto cae en Lowestoft (allí está Sebald), donde aprende bastante inglés -de hecho escribió en este idioma. Como todo el mundo sabe, Conrad consigue allí un trabajo de capitán del barco de vapor en la “Société Anonyme Belge pour le Commerce du Haut-Congo”. No fue para él disuasivo que el anterior capitán “hubiera sido asesinado por los nativos”, claro que luego, producto del trauma de lo que allí vio escribió “El corazón de las tinieblas”. Este es uno de esos libros pre-blog (luego no hay crónica) del que solo recuerdo precisamente eso: la oscuridad. Siempre lo lío en mi cabeza con otro libro de similar vacío existencial y negrura: “Viaje al centro de la noche” de Céline.
Pero Sebald nos habla de la figura de Casement, una totalmente luminosa: él denunció los horrores del tal Leopold de Bélgica con los pobres nativos, a los que se trataba peor que a mano de obra esclava (por lo menos en las plantaciones se preocupaban un mínimo porque un esclavo enfermo suponía pérdidas). Describe horrores que, al igual que el día de hoy al leer la prensa, te hace dudar del género humano (dónde quedaron los trenes japoneses).
Los legendarios beneficios de esta compañía y su expresión en monumentos y edificios en Bélgica le lleva a Sebald a escribir que “hasta el día de hoy, Bélgica tiene una fealdad distintiva, y viene de la época en que el Congo era una colonia explotada sin control y se manifiesta en la macabra atmósfera de ciertos salones (...) en mi primera visita a Bruselas en 1964, me encontré con más jorobados y lunáticos que normalmente en un año”. En Waterloo, continúa, observó el epítome de lo feo en un monumento con león conmemorativo de la batalla, y hay foto: verdaderamente un asco.
Pero no siempre los excesos coloniales dejan como evidencia estos horrores arquitectónicos: la propia maravillosa Barcelona modernista está construida sobre los hombros de esclavos -como anotó
Malvada Colau-, y qué decir de la increíble Londinium. Cada vez que paseo y admiro sus casas de época tengo que recordarme de dónde vienen. Y sobre todo, que esto no ha acabado. Precisamente esta semana el
British Medical Journal tiene en portada:
“Decolonisation: Why medicine needs to be rebuilt”. Empieza hablando de la “
London School of Hygiene and Tropical Diseases”, una de las muchas instituciones británicas cuya historia está basada en la esclavitud y el colonialismo. La investigación, la enseñanza, los discursos, las publicaciones ocurrían en paralelo con los objetivos coloniales. Otras famosas instituciones apoyadas por fondos que vienen del esclavismo son, por ejemplo, la Tate Gallery, el National Trust y prensa como el mismo The Guardian. Este periódico progresista está estudiando su propio pasado (se fundó en 1821 como "
The Manchester Guardian") y ha lanzado una serie de artículos y podcasts titulados
“Cotton Capital”: Manchester fue la primera ciudad industrial del mundo gracias a la esclavitud en los campos de algodón. Desde hace unos años todo esto está saliendo a la luz, no hay más que ir para atrás unas pocas generaciones para encontrar sin dificultad que su privilegio, su “
old money” (dinero de familia, de toda la vida) viene de la explotación sistemática de personas cuyos descendientes son hoy los que siguen sirviendo a los descendientes de los esclavistas.
Así que Casement denunció todo esto que estaba pasando en el Congo, lo mismo que “Conrad llevaba tanto tiempo intentando olvidar”. Leopold, ese amigo de los niños, lo llamó a una charlita a palacio y lo de que “cualquier que no esté ciego por la avaricia hará suya la agonía de toda una raza” de Casement parece no gustó a Leopold. Perlas como “el trabajo hecho por los negros es una alternativa legítima para no tener que pagar impuestos” y “parece que el clima tropical causa una “demencia” en cerebros de algunos blancos, hete ahí los abusitos” dan una idea del cerebro del blanco monarca.
Para quitarse a Casement de enmedio, el gobierno británico usó diversas técnicas: primero lo pasaron a Sudamérica, donde tampoco se quedó callado, claro; luego le dieron una “knighthood” por sus “servicios por los oprimidos del mundo” (una manera muy británica de manejar situaciones), pero nada: el pesado de Casement seguía preocupado por la naturaleza del poder y la mentalidad imperialista que derivaba de él. Era cuestión de tiempo que se metiera de lleno en la cuestión irlandesa y eso fue lo que le llevó a la horca: eso a los ingleses, no.
Anuncios por megafonía. Severe weather
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Entiendan: vamos solo con dos máquinas |
Apasionada por fin con mi lectura -será esto el principio de mi sintonía con Sebald?- oigo un anuncio por megafonía. Debemos estar por Tiverton Parkway. La maquinista se disculpa profusamente por el retraso: es que resulta que vamos con “dos máquinas, no tres” (luego no le puede pisar tanto, infiero). Sigo con Sebald, pero a las 15:20, otro anuncio: “este tren ha sido cancelado, bajen todos en la siguiente estación, Exeter St Davids”. A ver, a ver: ¿un tren cancelado y tú estás dentro? En el imaginario de todos está la pantalla que te indica retrasos y cancelaciones, pero en uno en el que viajas? Pues sí, está cancelado y todos abajo, sin saber qué pasa.
La estación de Exeter St Davids tiene como seis andenes y bajamos por el 4. Nadie sabe qué hacer y el personal con chalecos naranjas tampoco. De repente, se va todo el mundo, les seguimos. Subimos, bajamos a otro andén, las pantallas indican que todos los trenes están cancelados. Hago de un chaleco naranja mi “lugar seguro”: un hombre amable que contesta mirando a los ojos, aparentando calma. Resulta que ayer hubo “severe weather” (tirando a temporal-incluyo foto que me gustaría atribuirme desde la ventana del Cornish Express, pero es del Guardian) y se rompieron un par de trenes. Más tarde entenderemos cómo: las olas se metían en la vía de una parte del trayecto más hacia el oeste. En algún punto, los trenes habían encallado y ellos intentando moverlos. Y nosotros esperando a que eso ocurriera, sin saber si llevaría 4 horas o 4 días.
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Lo que viene siendo "severe weather" |
Varados en Exeter
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Divagante: Please keep left |
Con esta incertidumbre me meto a leer en la sala de espera del andén 5. Sebald habla ahora de los “country estates”, las casas de campo inmensas en las que invirtieron su dinero los ingleses (hace el paralelismo con las inversiones en las ciudades de los holandeses- otros cuyos antepasados los bóer, como los belgas, causaron horror en Sudáfrica. Hay que leer “
Mi corazón traidor” de Malan para entender). Habla de la ostentosa acumulación de riqueza que hicieron algunas familias a costa del azúcar: muchos de los museos más famosos, como la Tate Gallery o el Mauritshuis de La Haya vienen de las dinastías del azúcar o estaban conectados de alguna manera con el comercio del mismo (azúcar, algodón, historia del capitalismo). Sebald sostiene que
“el capital amasado durante los siglos XVIII y XIX a través de distintas formas de esclavismo aún está en circulación, aún dando interés, multiplicado por mucho y en expansión y una de las maneras más frecuentes de legitimar este tipo de dinero ha sido siendo patrón de las artes". Me cae bien Sebald, diciendo esto en 1995, cuando criticar al capitalismo no estaba de moda como ahora.
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Not looking good |
Hay toda una fauna en la sala de espera: unas ancianitas adorables, unos jóvenes que hablan muy alto, hombres sin cara que cargan sus móviles, una mujer bajo los carteles turísticos que promueven la zona. Si supiera que tenemos tres horas de retraso, pero al final viene el tren, dejaría la maleta en consigna y me iría a ver la catedral de Exeter y a buscar un Pret - o incluso, volverme loca y pagar por un té para animar al comercio independiente, porque las cadenas son lo peor, la la. Salgo al andén, ahí está mi víctima (digo, mi hombre) que, ante mi momento existencial frente a la pantalla en que todos los trenes en nuestra dirección están cancelados y solo uno aparece en activo (el que vuelve a Londinium Paddington) dictamina: yo me volvería a Londinium. Pero, hay una probabilidad, por pequeña que sea, de dormir aquí tirados? Y él: noooo, alguna solución habrá: “tengo 1200 personas en esta estación, algo tendrán que hacer” y por ese “tendrán” se refiere al jefe de estación, en el andén uno.
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Sala de espera en la que sopesamos pasar las vacaciones |
La oficina del jefe de estación me recuerda, en otro estilo -paneles de madera y bonito reloj de época- el espíritu de cierta estación en la India (gente por el suelo, resignados). Aquí todos están en sillas, pero igualmente resignados, tal vez desesperados. El jefe de estación me dice que “ha sido una situación excepcional, que están trabajando en quitar los trenes, que en algún punto algo llegará”. Salimos caminando como perritos mojados a la sala de espera de la cinco (por qué dejan los trenes enchufados cuando no van a ningún sitio, el ruido es infernal) y mientras cruzamos el puente: ha llegado un tren a la 4!!!, nos anuncia mi hombre, que está ayudando a las ancianitas por las escaleras. Embarcamos.
De Exeter a Plymouth
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Foto que tomé desde mi ventana, doloroso contraste con la que tomó el periodista del Guardian |
Son las 16:55, y lo sé porque he ido anotando esta odisea en los márgenes de mi libro. Está petado, alguna gente tiene que ir de pie. A la izquierda vemos el mar aquel que causó todos los problemas, de un extraño color marrón, como si el temporal hubiera revuelto el fondo para siempre.
Sigo leyendo: Sebald habla de un yate llamado Scandal, de alguien que ya “no está entre los vivos” -para indicar que está muerto-, o más sobre cómo el ocio de los ricos de cierta época -criaban miles de faisanes para soltarlos y así ellos creer que “cazaban”- terminó devastando el terreno que antes era agricultura y los habitantes, expropiados de lo que era su forma de vida, tuvieron que emigrar a Australia. Estos ricos vivían en “manor houses” que con tras la Primera Guerra Mundial cayeron en desuso y terminaron siendo internados, manicomios… La melancolía por el horror de nuestra historia lo impregna todo.
Y sigue la aventura: ahora, la pregunta más temida
Son las 18:38 y de nuevo una anotación en el margen de mi libro: “en la estación de Plymouth” porque, otra vez, sin saberlo viajábamos en otro tren cancelado. Todo el tren abajo y al andén que dicen por altavoces, que es distinto del que dice la pantalla. Sube, baja escaleras, con maletas. También las ancianitas, que son otras, pero igualmente frágiles. Cambio de andén, aquí hay unas canarias que nos saludan con su bonito acento tras oírnos hablar: viven en Falmouth. Es noche cerrada, llega un tren. Hasta arriba, caminamos de un vagón a otro, hay gente que le dice a otra “ahora habrá que esperar que venga un conductor, que dicen que no hay”, y se ríen. Admiro el sentido del humor de los ingleses. Llegamos al final, nos sentamos separados. ¿Hay o no conductor? Sí!: el tren se mueve unos metros, la gente grita, da hurrahs, una dice “¡hay Dios!”. Pero entonces, tras bufidos y chaca-chacas cual máquina de vapor de esas que llevaba Conrad, para. Se confirma: hay Dios y es un desagradable.
Pero las cosas siempre pueden empeorar. Megafonía anuncia mi peor pesadilla (aún peor que “este tren ha sido cancelado tras diez metros”) que es: “si hay un profesional de la medicina en el tren, que se persone rápidamente en nosedonde por emergencia médica”. WTF. La gente suspira y yo sufro un ataque de pánico interior pero -aún teniendo claro que será mejor para esa persona que yo no intervenga-, comienzo a avanzar por el pasillo. Me toca renovar mi curso anual de resucitación, ¿cómo eran los números? Había que cantar “stayin alive, ah ah ah ah”. Pero, oh, loado, cuando estoy pasando al siguiente vagón, por fin, una luz: una colega vuelve diciendo que ha estado allí y “hay tropecientos”. Menos mal. Crisis superada: Dios aprieta pero no ahoga.
No se vayan todavía, aún hay más: Truro
Por fin, salimos de Plymouth. Es tardísimo, me he comido casi todo, las nueces, el yogur, la paleta ibérica. El Peda, estoico, se mantiene a base de Smints. Inasequible al desaliento, sigo con Sebald, ahora visionario del cambio climático: la especie humana es como un Atila que quema todo lugar por el que pasa. “La combustión, dice él, es el principio escondido que está tras cualquier artefacto que creamos (...) Como nuestros cuerpos y nuestros deseos, las máquinas que hemos creado tienen un corazón que reducimos a cenizas”. Y, en un libro escrito en 1995, habla de los fuegos de verano que asolan a Italia, Francia, España, Canadá, California, Grecia… si supiera del verano de 2023, por ejemplo.
Un nuevo anuncio por megafonía, con el ya familiar “We are sorry to announce”, con el subsiguiente revuelo en el vagón. Son las 20:55 y estamos desembarcando el tren en Truro, la capital de Cornwall. Tercer cambio. Inútil pensar que “si todo hubiera funcionado”, deberíamos haber estado en St Ives a las 17:30. Son las nueve y estamos en medio de la nada, en el corazón de las tinieblas, en el viaje al centro de la noche. Truro tiene una estación pequeña, llueve, hay un veinteañero con un ramo de flores, que ya lo he visto en otro de los cambios.
No está todo perdido: la gente compra flores y otro tren vendrá a rescatarnos. No puedo enfadarme, quejarme: estoy agotada pero continuamente pienso en Palestina. Casa vez que abro las noticias (y las llevo abriendo obsesivamente estos días), una noticia más horrible que la otra, que me lleva a un viaje al centro de la noche metafórico, pero mucho más negro, terriblemente más oscuro que estar en una estación perdida en un país en paz. Un país que no funciona, pese a haber tenido y seguir teniendo todos los beneficios de la sangre de esos esclavos. Estoy más melancólica por estas reflexiones de Sebald y por la primera página del Guardian que enfadada por este día agotador.
Finale
Parece increíble, pero otro tren llega a Truro y, tras parar por todos los pueblos, nos deja a las nueve y pico en St Erth. Esta era la única parada en la que se suponía que teníamos que cambiar, porque el tren termina en Penzance. Un pequeño tren chuchú une cada media hora St. Earth y St. Ives.
Son las 22:30: St Ives. Felices: lo logramos. Llovizna. Nuestro apartamento está arriba en la colina pero primero hemos de pasar por el único super abierto para comprar leche y algo de desayuno. Cuando comenzamos a subir la cuesta, ya llueve oficialmente. Por supuesto no llevamos paraguas, eso es de cobardes.
Y no han acabado las diversiones ni la aventura: ahora hay que encontrar la cajita con código donde está la llave, y no va a ser fácil. Seguimos las instrucciones -francamente mejorables- bajo la lluvia, con las linternas del móvil, repasando las paredes en las que asegura encontraremos la cajita. Tras diez minutos con flashbacks de nuestra última entrada estelar en París, logramos entrar.
A las doce y media de la noche hago mi última entrada en el margen del libro: estoy en la cama en St. Ives, y voy a leer aunque sea una paginita antes de dormir. Y ahí sigue Sebald, que me persigue: “Merton no está a más de 60 millas de Woodbridge pero viajar ahí por la retorcida línea ferroviaria llevaba consigo cinco cambios y costaba todo el día”.
Buenas noches.