La experiencia física de tener entre tus manos “Los días iguales” de Ana Ribera es maravillosa. El libro es casi cuadrado, algo que me encanta, y tiene un tacto familiar, de otras veces, pero que no sé nombrar. Hace años escuchaba en la radio un programa de literatura llamado "la piel suave" y a eso me ha recordado tocarlo. La edición interior es también preciosa: los capítulos vienen precedidos por unas páginas amarillas con el título, y en la anterior hay una ilustración siempre muy bien traída de lo que nos hablará la autora.
Así estás, antes de empezarlo, haciendo circulitos con las yemas de los dedos y pensando qué buen título, ahí en la parte inferior izquierda de la tapa, sobre el nombre de la autora. "Los días iguales" es un título redondo, porque no es ni los días terribles, ni los días tristes, ni los días atroces. El llamarlos iguales tiene una fuerza muy superior a cualquiera de los otros adjetivos, y ya es decir. Pero es que iguales, iguales, iguales, días iguales enfatizados por las cruces blancas brillantes en la tapa sobre un fondo blanquisimo mate. Como las de los presidiarios, es una condena, es una cárcel. Una prisión blanca. Y precisamente Ribera se refiere al blanco al principio, "cómo no vi esa luz blanca que se acercaba?", lo que me lleva directamente a uno de los capítulos que tengo más marcados de toda la literatura: "the whiteness of the whale" (la blancura de la ballena), a propósito de Moby-Dick, la ballena blanca, metáfora de tantas cosas, entre ellas el horror. Siempre digo que hay que leer Moby-Dick aunque no te interesen las ballenas, porque un autor que se para un capítulo simplemente para divagar (y bien, no como aquí!) sobre el color blanco, merece ser leído de rodillas.
“It was the whiteness of the whale that above all things appalled me. But how can I hope to explain myself here; and yet, in some dim, random way, explain myself I must, else all these chapters might be naught".
Así como Melville se marca una novela de dimensiones enciclopédicas, Ribera ha escrito una disección enciclopédica de la manera en que ella vivió una enfermedad tan conocida (por algo la llaman "el catarro común" de la enfermedad mental) y a la vez tan desconocida. Se nota que Ribera ha pensado mucho en por qué a ella, por qué en ese momento, por qué de esa manera. Y la ciencia tiene muchas posibles hipotéticas respuestas a esas preguntas, pero lo fascinante de la enfermedad mental es que nunca será tan clara como la física, donde un conjunto de síntomas (e.g. tos con sangre, fiebre, cansancio, sudor) sugieren un diagnóstico (Tuberculosis?),se hacen unas pruebas (Rayos X) y por fin, voilá, se identifica el Bacilo de Koch. No, en la enfermedad mental nada es lineal, ni hay, en muchas situaciones una relación causa-efecto clara. A menudo los psiquiatras les dicen a sus pacientes que envidian a los otros médicos por lo anterior, pero sobre todo porque, a veces, "muerto el perro, muerta la rabia", y con un buen diagnóstico y tratamiento, ahí puede acabar todo.
Con la enfermedad mental, hay una serie de factores que predisponen, o hacen al ser humano vulnerable a ella: algunos son biológicos y los habremos heredado (de esto cada vez se sabrá más, y, vale, a mí tampoco me gusta, ojalá fuéramos una tabula rasa y la sociedad fuera la culpable de todo-así sería más fácil matar la rabia), o habremos sufrido insultos (sustancias, infecciones, cortisol, etc) durante nuestro desarrollo en útero, o impactos en el parto, o mil cosas que hoy aún ni sospechamos. También por supuesto factores psicológicos nos predisponen, nacemos con distintos temperamentos (un poco la "personalidad biológica" que con todas las demás influencias en nuestra vida confirmará nuestra personalidad tal como la concebimos luego); otra de las áreas estudiadas ahora en salud mental es la "resiliencia", por qué hay gente que parece fuerte, que lo encara todo, que es como un olivo antiquísimo aún de pie pese a la peor tormenta, y otra es mucho más vulnerable. Se usa la metáfora de los "niños orquídeas" y los "niños narcisos", los primeros necesitan muchísimos cuidados y mimos para terminar siendo una flor preciosa, y los otros, crecen poco menos que en cualquier circunstancia. Ribera comenta también esto lateralmente: su madre es una de esas personas resilientes, una auténtica roca, y ella, la propia autora, da una imagen de serlo. Por ello, la gente le decía, sorprendida, porque es una persona "vital y fuerte", que no le "pegaba nada" que tuviera una depresión.
Antiguamente se usaba el modelo estrés-diátesis para explicar estas cosas. Decían que, cualquier persona, sometida a unos niveles de estrés elevadísimos, por muy resiliente que fuera, se vendría abajo: por ejemplo, si dejas a la persona más fuerte y equilibrada en una situación de deprivación sensorial por semanas, acabará rompiéndose, pero una persona muy vulnerable necesita muy poco para derrumbarse. Ribera duda de que su depresión fuera causada por un estrés concreto, aunque reconoce que igual hubo unos cuantos que, tomados por separado y en otro momento, no habrían hecho más que rozarla. Pero tal vez estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado, en el ojo del huracán, cuando este empezó a formarse. Leyendo el libro (y tal vez me equivoque, hablo como lectora), me deja la impresión de que tal vez, antes que la depresión, la ansiedad vino primero. Ya sé que esto no ayuda a un depresivo a toro pasado (porque queda claro que Ribera sufrió un cuadro depresivo mayor), puede parecer una discusión académica, pero es importante porque, como describe claramente agorafobia, clausfrofobia y ansiedad generalizada, en relación al tratamiento. En primer lugar hay medicación más apropiada para esto (como lo es la Paroxetina, que probó y le funcionó más tarde) y en segundo porque si esta hipótesis fuera cierta, tal vez habiendo tratado la ansiedad agresivamente (a saco con ella), antes de que evolucionara a depresión podría haber parado el proceso. Tal vez, esto no se sabe.
La psicoterapia que la ciencia dice que funciona para los desórdenes de ansiedad se llama Terapia Cognitivo Conductual. Así muy resumido, está basada en exposición al objeto temido, y a las ideas que lo mantienen. No tiene nada de interpretativo, porque si tú quieres interpretar tu fobia a los pájaros porque tu abuela te amenazaba con el Gallo Kiriko para que comieras, eres muy libre de ello, pero es indemostrable. Lo que sí se puede probar, por ejemplo, es que en muchos casos el paciente fóbico tuvo una mala experiencia- pongamos con un pájaro- que tal vez ni recuerde si era muy peque, y que empezó a evitar, y esa evitación terminó en fobia. Esto me lleva al capítulo que me ha dejado más insatisfecha del libro, el de la terapia. Queda claro que la autora fue sin ganas, pero que le ayudó. Lo que pasa es que, habiendo tomado medicación, con su apoyo social, y con el hecho de que la mayoría de depresiones sin tratar terminan (tras un proceso dolorosísimo para el paciente) por remitir, una no sabe si esta terapia fue clave en su recuperación. Para mí la primera alarma suena cuando la terapeuta no le enseña su "carta náutica", su "mapa de carreteras", sus objetivos y cómo va a cumplirlos, y cómo piensa medirlos. Toda terapia basada en la evidencia debe ser muy explícita con el paciente "esto se llama así, y funciona asá, y de esta manera vamos a medir que funciona". Eso sí, me gusta cómo Ribera nos habla del lugar, de cómo llega a ese barrio, y cómo lo enmarca dentro de algo que para ella es muy importante y que repite durante todo el libro: "sentirse segura", vital para todo ansioso. Me gusta que Ribera no ha endiosado a la terapeuta ni ha entrado en negación, contándonos ciertos detalles como que “tenía escondido un reloj para controlar el tiempo en las sesiones”, su paquete de Kleenex cutre de Lidl, o cuando dice que es "alguien que te escucha por tu dinero". La autora le contaba sus sueños a la analista -confío en que, aunque no entrase en los debates de la función del sueño REM (en el que ocurren los sueños más vívidos) en la depresión, por lo menos no se los interpretara. En pleno siglo dieciveinte.
Una de las intervenciones de esta terapeuta, me parece que la más apreciada por Ribera, es cuando el primer día le dice "deja de luchar" (el "let it go, let it go" de Elsa de Frozen suenan en el fondo de mi cabeza). Esto me ha causado mucha confusión durante la lectura: por una parte Ribera nos dice que ha pasado mucho tiempo pretendiendo que está bien, y que esta mujer le da permiso para decir y asumir que está mal, que ahora tiene que dejarse cuidar, y que deje de luchar. Sin embargo, la autora ya había estado lo suficientemente mal como para ir al médico, o para que su familia se preocupase por ella y la mandaran a terapia, para estar de baja. Para qué le da permiso la terapeuta? Así como hemos dicho que el principio activo de la terapia cognitivo conductual de la ansiedad es la "exposición", el de este misma terapia para la depresión es la "activación conductual" (behavioural activation), que consiste en, gradualmente y siempre de la mano del paciente, empezar a hacer cosas que este ha dejado de hacer que antes le gustaban, le apasionaban, le causaban placer. Uno de los síntomas más devastadores de la depresión es algo llamado "anhedonia", que viene del griego (qué bonito, de hedonismo): incapacidad de disfrutar nada. A veces, el paciente está tan deprimido, que ni pasito a pasito puede comenzar este proceso, y se necesita medicación para que te dé ese empujón del que físicamente eres incapaz (de hecho, es por eso que en según qué casos de depresión severa, hay que tener cuidado porque esta misma medicación al principio es la que te puede dar la energía y capacidad de planificación suficiente para suicidarte). Pero cuando hacemos algo que nos gusta, esto nos hace inevitablemente sentir un poco mejor, si somos buenos en ello, eleva nuestra hundida autoestima aunque sea un milímetro, y podemos estar en el camino de la recuperación. Esto es algo que se deja muy claro en terapia, con mucho más detalle.
Pero el caso es que Ribera, tal vez sin la supervisión ni el apoyo de su terapeuta, va haciendo esto ella misma, porque es de sentido común: le piden un artículo, le cuesta la vida, pero lo entrega. La invitan a una charla, piensa en cancelar, pero con ayuda de su amigo Juan, la da. Es la fiesta de su madre, se arremanga y pese a estar fatal, intenta dar la cara. Y así muchas veces. Ella no lo deja todo, siempre. Deja muchas cosas, que simplemente físicamente no puede hacer, pero aquellas que ella intuye más importantes, que le van a hacer sentir un gramo mejor, las hace. Eso me gusta y cada vez que lo leo quiero decir "hip hip hurrah!". Con ello no quiero culpar al paciente que no hace nada para intentar salir, que lo deja todo en manos de la medicación, porque tal vez no pueda. Porque genuinamente, igual no pueda, y demasiado desgracia tiene ya con eso. Pero hasta para los profesionales, los pacientes deprimidos son un reto: conozco a una psiquiatra forense, acostumbrada a los peores psicópatas, a la que enviaron unos meses a un equipo de trastornos del ánimo. Me contaba que salía ella misma triste y apagada, como si le hubieran quitado la energía, de aquellas sesiones. "Anímate" es algo que a Ribera cabreaba inmensamente, y cómo puedo entenderla: sin embargo, algo que le dijo su amigo a través del Atlántico cuando no publicaba el blog tiene una inmensa sabiduría: "escribe un poquito hoy, otro poquito mañana, sube peldaños de esa escalera", ese es el amigo que queremos tener, no el que te dice "anímate". También entiendo la exasperación de la autora cuando su madre le decía "exagerada" ante sus dramáticas descripciones de un dolor de cabeza, pero es que uno está deprimido como es: alguien vital y payaso, hará un deprimido melodramático, con muñeca en frente y cabeza echada para atrás. Alguien introvertido, probablemente se meterá aún más en sí mismo.
Aunque esto también le pasa a Ribera: "enmudecí", nos cuenta. Esto me ha recordado un caso de duelo patológico del que me hablaron hace poco: a un hombre mayor se le murieron dos hermanos en poco tiempo, y simplemente ha dejado de hablar. Se sienta ahí, y está, pero no habla. Hace mucho años también vi a una mujer, hasta arriba de negro, como ya no existen, que había hecho un duelo patológico tras la muerte de su marido: esta sí hablaba, pero su problema es que le veía. Nunca me olvidare del estupor con el que lo contaba. Pero divago: como decía antes, Ribera enmudece pero tiene otros rasgos atípicos en una depresión que la salvan de ella: logra mantener la concentración. Sufre todo el resto de cuadro somático de la depresión, pierde el apetito, y un montón de peso, por supuesto no duerme, y tiene el famoso despertarse por pronto por la mañana, y el sentirse peor entonces, la falta de energía, la letargia, la pérdida de libido: es de libro de texto. Pero el poder el mantener el foco, la atención la salva porque puede seguir leyendo, una de sus pasiones (activación conductual! activación conductual!) y escribiendo.
El capítulo que dedica a escribir es el que más me ha gustado de todo el libro. Con ella coincido en motivos: escribir para pensar, para aclararse, para una misma (y si de rebote, nos leen otros, a los que pueda interesar, hacer pasar un buen rato, eso ya es la pera limonera). Comparto la ilusión, lo que te hierve dentro cuando has tenido La Idea y quieres escribirla. Escribir para saber mirar, el mismo proceso que sigues como fotógrafa cuando observas la realidad a través de ese marco. En este capítulo Ribera utiliza una metáfora preciosa: los posts que escribió al principio de la depresión eran piedras redondas colocadas para cruzar un río que ella tenía que lanzar, una vez escritas, y ponerse encima, viendo correr el agua, mientras que escribía el siguiente, sobre el que saltar, y así, pasito a pasito, llegar a la otra orilla. Haciendo. En ese capítulo Ribera se da cuenta de algo terrible, pero real: "esperar a qué? No iba a venir nadie". Y termina "sé que no me curé por escribir (...) no sé nada del valor terapéutico de la escritura". Yo diría que la escritura es terapéutica para quien, como ella, ama escribir. Para quien ame la pesca, pintar, la música, lo que sea... será ir piedrita a piedrita re-conquistando cada una de las cosas que nos hicieron felices.
Igual que con la metáfora de las "pasarelas" (me acerco de puntillas en este blog a este tema de las piedras para pasar un río, véase unos divagues pasados), he disfrutado con otras. Como la de la woolfiana "habitación propia" que se monta a modo de "cocoon" para protegerse del huracán (estoy ahora leyendo "The liars club" de Mary Karr, y tengo los tornados particularmente vívidos en mi mente). O la de los cuadros que va a quitar y subir al altillo, pero cuyas marcas están ahí, para ella, como aviso, para el resto de su vida. Continuamente personaliza la depresión, como un monstruo atroz que se engorda con su sufrimiento y que continuamente quiere su mal: al final reflexiona sobre que ella se ha trasformado en otra persona con esta enfermedad, alguien que no le gusta, y nos damos cuenta de que no lucha con un monstruo, sino con ella misma. Pero al final, vence, con esta frase tan bonita "Yo era la que tenía el miedo, y no él el que me tenía a mí".
Yo empecé a leer a Ribera en su blog hace mil años, porque una amiga del Peda, Diva, la misma que me embarcó en esta singladura bloguera, me lo sugirió. Lo primero que me atrajo de su escritura fue su sentido del humor, su manera de ver la vida desde la ironía que conectaba con la mía. Cuando Molinos escribía cosas como "el planeta del amor", yo sentía y compartía ese cachondeo, esa mala leche, ese reírse de una misma. Este es un ejemplo de miles (cuando la conocí, yo llevaba sandalias y me dijo "tienes confusión climática"). Pero en el libro, he echado de menos a esa Molinos, aunque la he visto atisbar por ahí, alguna vez, de puntillas, por ejemplo cuando como su excusa para no ir a una reunión sugiere "el perro se ha comido los deberes". Entonces me recordaba que este libro lo ha escrito, a veces, llorando. Yo mantenía la esperanza de que Molinos iba a salir más de la caja de Ribera hacia el final, cuando el blanco deja de ser tan intenso. Pero igual aún es demasiado pronto.
Ribera es ante todo cauta: no es que no tenga miedo, pero ya no es todo miedo, ella le tiene a él. Y del blanco implacable que quema la retina, ya solo queda la tapa de este libro-memoria, este tour de force, este tornado muy lejos de Kansas en el que no lo perdimos todo.