Toda una experiencia el jaleo en la cocina un lunes a las 8:30. Jaleo que yo no disfruto normalmente por una de las mil manías de Cook: estar en la planta a las 8 de la mañana. Pero hoy, primer día de mi semana de estudio, no hay Cook ni reglas ni horarios: se irá a la biblioteca como la gente normal, se comerá cuanto se tenga hambre (versus cuando se desfallezca, y si hay hueco), y se irá una a casa cuando la última neurona diga basta, no cuando Cook decida terminar su chapa sobre la larga vida media de la fluoxetina. Alrededor de la mesa, una estampa costumbrista: todos desayunando juntos - aparte de Sandip que está, en cámara lenta, metiendo un cuchillo dentro de la tostadora-, compartiendo muesli, fresas, esquivando las garrafas de leche en el centro para pretender contacto visual. Repasemos unos cuantos clichés, porque esto es un serial y la gente se pierde: Morgana lleva ya el pelo en un moño italiano y perfecto eyeliner (en mi lista, próxima visita a Whitby), Duncan sigue sin lavarse el pelo (estaría feo en psiquiatra forense ir decente) y, Richard van con camiseta blanca y camisa de leñador abierta (que se cambiará para ir a la planta, los enloquecidos formalismos británicos). Y para elevar el dedo corazón a estos y decirle al mundo que no estoy trabajando, hoy voy con vaqueros y una camiseta de manga larga que pone “Nantucket”. No, tristemente nunca he ido a Nantucket, pero algún día. Y me compraré otra, esta sí, con historia.
En un extremo de la mesa hay una pila de periódicos. Que va creciendo, junto con folletos, notas, papeles, y se acerca peligrosamente a nosotros: algún día comeremos los cinco apelotonados en la otra esquina, aceptando nuestra derrota. Miro por encima los titulares del de ayer. Desde hace un mes, monotema: Lady Di. La princesa del pueblo. Una nación en shock, paralizada. El día que ocurrió, domingo, cómo olvidarlo: desconcierto total, sin entender qué pasaba. Pensaba que este idioma de bárbaros ya no se me resistía -al menos con acento de la BBC4, otra cosa son los regionales, o las pelis yanquis de cowboys modernos atormentados. Pero esa mañana, mientras me duchaba: qué silencios, qué voces graves, qué música tristísima de órgano en la radio. No entendía nada: no era la hora de "Dessert Island Discs"? Al salir, alguien me aclaró el drama nacional y luego, los únicos que sin pudor pudieraon hablar de esta pérdida de un símbolo fueron los pacientes. Recuerdo su boda, le dije a aquella mujer con trastorno de ansiedad generalizado, y el vestido, que parecía un merengue. No entendí que esa chica se casara con ese viejo: qué pareja extraña. La mujer del trastorno de ansiedad generalizado asintió: no se identifica la gran mayoría con Carlos, en su planeta del conservacionismo: demasiado posh. La mujer del trastorno de ansiedad generalizado asegura que tiene lacayos que le ponen la pasta en el cepillo de dientes, tal cual, nada de leyenda urbana. Le comento la mirada de corderito degollado de la princesa triste, que por fin dio un portazo. La mujer del trastorno de ansiedad generalizado llora, realmente afectada. Los compañeros casi no han hablado de esto y ni siquiera Cook en supervisión se ha metido en lo que hubiera sido lo suyo: un análisis sociológico de los sueños que hay que dar con cuchara a una población adormecida, otro viejo opio del pueblo, panem et circenses, un nuevo insulto a la razón. Pero tampoco se habla de la avalancha de Labour el pasado mayo, con Tony Blair. Muy entre líneas, tengo la corazonada de que aquí se simpatiza con el laborismo, o por lo menos ya se estaba hasta arriba de tanto tory. Pero es una impresión basada en gestos, en miradas, en suspiros al cerrar un periódico, no en conversaciones, ni datos duros - aparte de que la Seguridad Social es un nido de Labour, y el norte del país también. Pero hay que seguir con la ficción de que Banderley es una isla dentro de una isla, que nada del exterior nos afecta, y que si un día esto se desmorona, será por nuestra propia negligencia o activa parte en su destrucción, no por un cambio de gobierno, o cosas racionales así. .
Nadie en la biblioteca y menos mal: he extendido libros, notas, rotuladores, atlas en una de las mesas para seis. Toda la mesa. "Síntomas en la mente: introducción a psicopatología descriptiva", de Andrew Sims: probablemente el libro de texto más complicado con el que he batallado en mi vida. Miro la cubierta: no puede representar mejor el contenido, lo complicado que lo hace todo el autor. Parece un William Blake actual, debe ser obra de un esquizofrénico. Tener la mente partida así, voces que hablan de ti, gestos que significan cosas, gente que te persigue. Entonces, “el archivo”. (Guau, Mariona, observa el proceso: esta es una idea intrusiva de libro). Bajar-al-archivo. (Lo que parecía una línea de pensamiento en la dirección adecuada, del cuadro de la cubierta a la enfermedad, invitando a pasar amablemente al estudio que nos ocupa, psicopatología pura y dura, sin adornos, se ha visto hackeada). Pero las hileras de estantes del archivo (Hackeo ya adornado con imágenes). Podría bajar al archivo solo para ver si la contraseña que cogí de Foster funciona. (Qué trucos, qué juegos, a mí me vas a engañar: claro que funciona). Pero para bajar al archivo debería tener el listado de las pacientes de Marcé ingresadas durante el periodo que estuvo Lannister en la planta. (Debería estudiar pero mi mente, incansable, en piloto automático. Y sigue:) Primero tengo que volver a Marcé, con cualquier excusa, y mirar el libro de ingresos de hace un par de años. ¿Por qué no lo hice cuando estaba allí? (Venga, déjalo ya: mira qué bonitos los rotuladores) Obviamente, no sabía lo que sé ahora. Y me echaron de ahí precisamente por investigar. (El rotulador verde hace particularmente buenos subrayados) ¿Lo sabrá alguien más? (Abre ya las notas) No sé qué razón habrá dado Steen al resto sobre mi salida de allí. (Tiro la toalla: mente dispersa, estás ganando) Podría ir en un turno de noche, cuando hay menos enfermeras, enterarme cuándo están aquellas que solo hacen sustituciones, que no conocen el sistema. Es muy arriesgado: pero cómo podría hacerlo.
Pego un salto del portazo. Alguien acaba de entrar, estiro el cuello: no veo a nadie. Unos pasos por la escalerita de caracol que sube a la mezzanine. Cuando llega arriba, los pasos se han parado en la sección de gestión y son él: Derek, el enfermero nocturno de la voz encantadora. Se apoya en la barandilla, mira un libro. Hace siglos que no le veo cuando estoy de guardia: nunca está ya por las noches. Siempre me ha caído bien este hombre: no le debe quedar mucho para jubilarse, pero tiene un talante juvenil. Lo veo de bares, cerrándolos, me refiero. Buen conversador, siempre con ganas de hablar. Esos ratos tras haber corrido a la planta a recetar tranquilización rápida: esto es lo que dice el vademecum, love, esta dosis a este toro le hace cosquillas, ni le toca, sube más. Los médicos aprendemos tanto de los enfermeros, y él siempre sabía qué hacer. Tenía una risa cascada que terminaba en tos muchas veces, y bromeaba todo el rato. Subo a saludarle.
Se vuelve cuando oye el ruido metálico de la escalera. Se alegra de verme, pero cómo es posible, cuántos meses, sigues igual de guapa. Derek, darling: eres tú el que me ha abandonado, yo no he salido de aquí. Comienza el “banter”, el tira-y-afloja: yo esto solo lo hago con los tipos como él. Me confiesa que me ha sido infiel con un curso de gestión hospitalaria, que se pasa al lado oscuro. Me rompes el corazón, Derek. Y él que va a echar de menos La Noche. La planta solo iluminada por los flexos de la estación de enfermería. Las crisis. Las charlas con algunos pacientes, los más lúcidos, a medianoche. Los ingresos traídos a las 3 am por la policía, las tazas de té compartidas. Las conversaciones con los residentes, como yo, de madrugada: contamos cosas que no se cuentan de día, y eso que no hay alcohol por enmedio. El sexo salvaje en el cuarto de la lavadora, recuerdas? Carcajada: cómo olvidarlo. Los dos nos reímos con la broma, pero no es descabellado: Derek habrá tenido sexo con otras residentes, o policías, o tal vez con compañeras suyas en la noche, cuando todos duermen. Después de la crisis, con toda la adrenalina a tope. Tiene que haber pasado. Creo que me lee la mente, y le divierte.
Sigue con que está buscando un libro para su disertación de fin de máster. Ya le han ofrecido un trabajo de gestor de departamento del hospital de Whitby. Su mujer estaba harta de dormir sola -me guiña un ojo-, y la pasta es mejor. Admiro que se haya metido en esto al final de su carrera profesional.
-¿Al final de mi carrera? ¿Qué quieres decir?- hace una mueca pretendiendo enfado.
No sé dónde meterme, pero me rescata antes de que me hunda más: tiene 55 años y yo la típica miopía del veinteañero, para quien cualquiera mayor de 40 es un viejo. Convencida de que Derek tendría 65: igual debe ser la mala vida, no solo mi despiste. Soy fatal con edades, le da igual, él tuvo la delicadeza de no preguntarme si yo era mayor de edad cuando llegué, y vuelve a reírse.
-Pero estaré en la planta unas semanas haciendo unos cuantos turnos... tengo que desengancharme, empiezo hoy… -dice- Ven a verme una noche de guardia, aunque no haya crisis.
-Siempre hay- me río- Traeré bombones de los que te gustan.
Se me ha hecho tarde para comer. De camino a la cantina, en el salón de actos al lado de la biblioteca han terminado la presentación del fármaco de turno por parte del fenicio de turno. Aún no se han llevado el carrito de los sandwiches, patrocinados por la farmacéutica: míseras migajas con que comprar a profesionales hambrientos. Es patético si lo piensas: todo el mundo sale con bolis, post-it e incluso despertadores con una marca encima del genérico que se podría comprar por una décima parte. Cuando llegué ni me lo planteaba, pero qué casualidad que la medicación que primero me sale recetar es la del boli con el que estoy escribiendo. Nada es gratis, y si lo parece, tú eres el producto. Tu alma. La mayoría vive en negación, los más viejos particularmente: Cook no quiso ni oír hablar del tema, a él le han pagado congresos al Caribe. Suena a mito, a frase hecha, pero fue literalmente en el Caribe -cuenta la leyenda negra. Pero, joder, si vendes tu alma, véndela bien, no por un par de bolis. He dejado de ir a estas presentaciones, tampoco es viniera mucho, no hay tiempo para los juniors - ni Caribe. Viene el de la cantina, que se va a llevar el carro, que coja un sandwich, que los van a tirar.
En aras del “tengo que airearme” (ni que hubiera hecho mucho esta mañana), decido caminar al bosque, a comer al sitio de las vistas. Llevo bajo el brazo la novela que escribió la poeta Sylvia Plath, publicada bajo seudónimo en 1963, "La campana de cristal". Subo un poco por el camino, hay un sol tenue. Al llegar abro el sándwich, de gambas y mayonesa. Curiosas combinaciones a las que me ha acostumbrado este país. Pepino y atún. Queso Cheddar y chutney. Pollo Coronación. Puag. Me encanta esta vista, tengo que venir más y no olvidarme el walkman. Aunque solo me traje unas pocas cintas y en este año en Banderley, nadie me ha grabado más. ¿Un mal juvenil, esto de grabarse cintas entre amigos? Muchas de las mías cuentan historias, encerradas en las TDK: aquel chico bien que me grababa clásica-su favorito Rachmaninoff; aquel noviete que hablaba entre las canciones y por el que conocí a Serrat ,"No hago otra cosa que pensar en ti"; los del norte de clase, Barricada, Kortatu, La Polla; mi amiga que lo tenía todo de Dire Straits, y aquel concierto en el que nos sabíamos todas la canciones. Ahora me pondría el "Going home", que pega todo con este sitio, las gaitas escocesas que suenan de fondo, Escocia a doscientos kilómetros.
En la biblioteca hay una sección de literatura y salud mental, y de ahí saqué este libro y miré una biografía y detalles de Plath. Su foto en blanco y negro, con ese flequillo, me persigue. Tenía solo unos pocos años más que yo cuando se suicidó: treinta. Depresión durante toda su vida adulta, de una severidad tal -"las garras de un búho exprimiendo mi corazón"- que recibió terapia electro-convulsiva. Su matrimonio con Ted Hugues supongo que tampoco ayudó, pero no fue lo único: eso se lleva dentro. Él, también poeta, todo belleza clásica, mandíbula cuadrada y testosterona en exceso, "un cantante, un cuentacuentos, león y trotamundos, con una voz como el trueno de Dios", se conocieron en una fiesta, se escribían poemas el uno al otro, se casaron en cuatro meses. ¿Qué tiene que ser enamorarte de un poeta? Ida y vuelta de los Estados Unidos. Dos hijos. El piso de Primrose Hill. Y Ted que por supuesto se enamora de aquella belleza exótica Assia Wevill. Y entonces Sylvia, sola, escribe compulsivamente algunos de sus mejores poemas, alquila el piso de Yeats, mete la cabeza en el horno de gas.
Miro al horizonte. Imposible disipar la imagen de Sylvia preparando la escena de su muerte mientras leo "La campana de cristal". Sylvia que había empezado antidepresivos hacía unos días para este nuevo episodio de su depresión recurrente, Sylvia poniendo toallas en las rendijas de las puertas, que los niños dormían ahí fuera. Sylvia preparándoles el desayuno. Sylvia enferma, débil tras el invierno más frío en los anales, fuera y dentro, en sus venas la sangre helada por meses, por años. Sylvia que por toda nota de suicidio escribe "por favor llamen al doctor Horder", y su teléfono. Sylvia, en cuya tumba Hughes hizo escribir: "Incluso en medio de llamas feroces se puede plantar el lotus dorado"
Me persigue la idea de que la angustia existencial de Esther, la protagonista de esta novela, es la de Sylvia. Un
roman à clef, una novela que narra hechos reales con nombres de personajes ficticios: hasta la madre de Sylvia intentó bloquear su publicación. Cierro el libro y vuelvo sobre mis pasos hacia Banderley. Aún tengo el suyo de poesía que me prestó Will, he de devolvérselo, pero todavía no. No es que esto lo piense así: "en Plath tengo pistas para entender cosas de Banderley", pero busco en la biblioteca si está “Ariel” o “El coloso”, y no los encuentro. Al final esta es una biblioteca de salud mental y sus ramas, no tienen por qué tener todas las obras literarias en las que se habla de locura lateralmente.
Me acerco a la bibliotecaria, una mujer joven que parece vieja: esa falda floral, esa camisa de seda falsa color crema y esa rebequita rosa. Le pregunto por Plath como si nada y, un momento, que va a mirar. La sigo a un cuartucho donde, seguro, va a sacar tarjetas amarillentas individuales de préstamo, llenas de polvo, pero no: me sorprende con un ordenador, solo algo más viejo que los de la sala donde vamos a escribir emails. Empieza a teclear, con uñas de mujer, rojas y con forma de almendra, dedica mucho tiempo a esas uñas, pienso con horror. Mete datos y datos (tanto es necesario para localizar un libro?) y la pantalla es negra, como de programación, por fin parece que oigo a la caja del ordenador pensar y ella encoge los ojos y se sube las gafas (de esas montadas al aire, esas que lleva la gente que no le gusta llevar gafas y cree así disimularlas). Sin mirarme, con su índice sobre la pantalla, lee: sí, qué raro, tenían un par de libros de poesía de Sylvia Plath, que nunca fueron devueltos. El corazón me da un pequeño vuelco, porque sé hace cuánto, y sé a nombre de quién. Que pase la señorita Marple:
-Conociendo su sistema de multas con los pequeños retrasos, me sorprende que alguien se libre de devolver un libro aquí- intento un tono jocoso.
-Estos libros se tomaron prestados hace más de dos años, yo todavía no estaba aquí- y ahora sí que me mira. Mi broma claramente no ha encontrado receptor.
-No, no se lo tome como una crítica, discúlpeme - le digo. A ver cómo levanto esto. Pero ella sigue, mirando la pantalla:
-No, a mí me extraña también... a ver, un momento, se sacaron el 14 de abril de 1995, a nombre de ... S. Lannister. ¿Conoce a S. Lannister?
Lo sabía.
-No personalmente, he oído hablar de ella. Ya no está en Banderley, creo.
-O sea ¿que se escapó con los libros? Ja! Esto no pasaría ahora -y suelta una risita, así como de conejo- Lo que voy a hacer es comprarlos de nuevo: no albergamos esperanza de que los devuelva no?
-No parece - y risa forzada- pero, vale, gracias. Como vengo mucho por aquí, ya me dirá cuando los reciba.
-Descuide -y suena el teléfono- perdone.
Vuelvo a la sección de literatura. Definitivamente, quien organizó esto merece mis respetos. Novelas donde hay personajes aquejados de salud mental. Autores que sufrían o sufren enfermedad mental. Autores que se suicidaron: por supuesto Sylvia Plath, pero además… guau, tienen aquí desde los clásicos, Petronio, Séneca hasta los más conocidos Virgina Woolf, Hemingway, John Kennedy Toole,·Yukio Mishima, Sándor Márai, Emilio Salgari, Stefan Zweig, Cesar Pavese, Malcolm Lowry, Walter Benjamin, Anne Sexton, Primo Levi. Recuerdos de muchos de sus libros leídos, algunos no, otros me sorprende verlos en la lista. No tienen a nadie que escribiera en castellano, se lo podría decir a la bibliotecaria, aunque tampoco conozco tantos: Larra, esto lo aprendíamos en el colegio; Alejandra Pizarnik, a la que conocí después. Y aquel poema suyo que podría estar de titular de esta sección…
ante la lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.
hoy te miraste en el espejo
y te fuiste triste estabas sola
y la luz rugía el aire cantaba
(...)
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!
Si uno de los ensayos del examen fuera “literatura y suicidio”, después de esta tarde, lo bordaría. Pero no: me van a preguntar precisamente de la cara menos romántica y glamourosa del mismo: epidemiología, factores de riesgo, prevención, comorbilidad, intervenciones, legalidades. Estaré hecha yo para esta carrera? Ya me pregunté lo mismo en COU cuando, en un descanso de física estaba memorizando el monólogo de Segismundo (ay mísero de mí, ay infelice). No sé qué hora es.
Recojo todo y camino hacia casa. Igual alguien ha cocinado algo, si no me echaré muesli en un yogur. No hay luz en las ventanas, va a ser lo segundo. Lannister cogió los libros de Plath, era esperable: por qué no los devolvió? Le doy a la tetera y vaya, no hay yogur. Meto un par de trozos de pan en la tostadora, ahogo en leche un weetabix. Ahora vuelvo: llevo todo el día pensando en hacer esto. Busco mis walkman y me echo en la cama. Play. La canción ya está empezada: “
When you're sure you've had enough / Of this life, well hang on / Don't let yourself go /'Cause everybody cries / Everybody hurts sometimes” y qué apropiada, el
“Everybody hurts” de REM. A cuánta gente habrá parado de matarse, cuánta gente la habrá escuchado que ya han tenido demasiado, que iban a decir vale, y que han oído que todo el mundo se duele alguna vez, y que todo el mundo llora. No lo sé.
Cuando oigo que salta la tetera, salto yo de la cama y vuelvo a la cocina. Dentro de una hora entra de turno Derek, y esta noche iré a verle: tengo un favor que pedirle. Y no me había dado cuenta: alguien ha dejado aquí el correo. Un recibo del Colegio de Psiquiatras y anda, un paquetito, que no es de casa. Ese tamaño: exacto, es una cinta, TDK Chrome para más señas. Nada escrito en el lateral. Miro el sobre: matasellado en Londres. La abro con tanta fuerza que la desmonto. Dentro tiene una nota: “Para Mariona. Un beso, Jack”.