He intentado, mentalmente, construir un divague sobre “El último encuentro” de Sándor Márai, que dejara al lector con ganas de lanzarse sobre él pero sin saber, aparte de los tres temas fundamentales, los giros principales de la trama. Me ha resultado imposible. Tal vez porque precisamente estos giros traen de la mano parte de los temas, o tal vez porque, frente a la pantalla, pienso más claro y decido muchas veces lo que pienso. Y lo que ahora quiero es pensar, masticar, digerir. No recuerdo quién dijo esto, pero no me puedo identificar más: “Que qué pienso de X? déjame escribirlo para saberlo”. Así que el que no quiera conocer los detalles, que posponga la lectura del divague (y comente luego, da igual cuándo, aquí estaremos).
Cualquiera que haga una búsqueda por internet del libro se encontrará que su gran tema principal es
La Amistad. Así, con mayúsculas. Dos chicos jóvenes, de orígenes sociales muy diferentes, se conocen en una academia militar y se hacen inseparables. Henrick es el hijo de un militar importante que vive en una mansión en medio de los bosques, todo-incluyendo los osos y las personas- propiedad de la familia de su padre por generaciones. Konrad es el chico de provincias sacado de contexto, a través del cual viven sus padres su fantasía de hijo militar en la gran ciudad. La amistad es tan intensa que, en algún punto, el erotismo y el deseo se me metían entre las líneas, pero este no acaba siendo un tema que Márai quiera desarrollar, si es que la pulsión existe. Henrick abre las puertas de su mansión y su familia a Konrad. Y por fin, pasados los años, Konrad hace lo mismo con la suya. Y aquí viene la primera frase del libro que subrayo con una mezcla de tristeza y rabia:
"Entonces ya lo sabes todo (...) Cada par de guantes que te tenido que comprarme para ir contigo al teatro, llegaba de aquí. Si me compro una silla de montar, ellos no comen carne en tres meses. Si doy una propina en una fiesta, mi padre no fuma puros durante una semana. Y todo esto dura ya veintidós años".
Y entonces empiezo a ver claro que el otro gran tema del libro es la
lucha de clases (alguien me llamará antigua, pero tal vez en la época que nos ocupa, los años anteriores a la Primera Guerra Mundial aún se podía usar), es las diferencias sociales, es la grieta inmensa que hay entre alguien cuyos padres se pasan de todo para que él sea militar codeándose con niños con apellidos rimbombantes y separados por guión, y alguien quien, por el mero hecho de venir de donde viene, con esa seguridad que da la opulencia por generaciones, se cree superior.
“Sólo existen dos grupos en el mundo, con todas las variantes de su peculiaridad: las diferencias de clase social, de ideología, de grados de poder, todo se resume en esta peculiaridad”.
Qué gran frase esta de Márai: nunca he podido entender los nacionalismos porque para mí el mundo también solo tiene estos dos países (uno infinitamente más grande que el otro, por desgracia, y el otro existiendo parasitando al primero). Así que, a cara descubierta, no es difícil que yo empiece a empatizar casi de inmediato con Konrad, no solo por el narcisismo del militar, sino porque Konrad "era diferente":
"Konrad leía preferentemente libros ingleses sobre la historia de la convivencia humana, sobre el desarrollo social. El hijo del guardia imperial solamente leía libros sobre caballos y sobre viajes. Como se amaban, se perdonaban mutuamente su pecado original: Konrad perdonaba la fortuna de su amigo y el hijo del guardia imperial perdonaba la pobreza de Konrad".
Todo este posicionamiento-yo creo que inevitable cuando uno lee esta novela- ocurre durante los flashbacks de Henrick, el hijo del guardia imperial, que está preparando el título de la novela: el último encuentro con el que fue su mejor amigo, Konrad, y al que no ve desde hace 41 años. La manera como Márai describe la decadencia de su mansión mientras espera a su amigo, y la pulcritud con la que nos relata la preparación de la cena para que sea exactamente igual que la última que tuvieron hace 41 años es maravillosa-y eso que, como siempre, acuso la traducción. Qué me estaré perdiendo del húngaro cuando Márai nos dice cosas como que en su idioma “
estas dos palabras, matanza y beso, olés y olelés, son parecidas y tienen la misma raíz”. Matanza y beso, en la misma frase. Inspiro. La mayor parte de mis subrayados han sido, entonces, más que formales, conceptuales. Algunas de sus ideas me hacen por ejemplo, literalmente oír el silencio, como aquí:
"Estudiaban desde la mañana a la noche, para saber lo que se podía decir y lo que no. En la Academia (...) había un silencio parecido a la quietud de una bomba momentos antes de estallar".
Pero divago. Henrick ha preparado una mesa y una sala que lleva cerrada 41 años para tener una conversación con el amigo que se marchó. Y el amigo está al llegar. Cuando se acerca el coche por el camino, Henrick, desde la ventana lo mira "
cerrando un ojo como los cazadores cuando tienen a su presa en el punto de mira". No es una conversación lo que está esperando. Es una cacería: lo lleva a su terreno para tenderla una trampa mortal porque no va a ser una conversación, sino un monólogo. Personalmente, y como optimista recalcitrante que soy, hasta las últimas páginas aún pensaba que Márai iba a dejar unas líneas a Konrad. Porque Hendrick cuenta su versión de la relación de ambos de una manera implacable, dura, y que pese a todo no logra atraerme del todo al personaje de Hendrick, el amigo abandonado, el marido afrentado.
Porque sí, afrentado: Hendrick se casa con Kristina, una chica de orígenes humildes, similares a los de Konrad, y en ese momento, mi corazón lector que aún espera una historia que verdaderamente hable de la amistad, y sus dificultades en general, pero en particular cuando cruzan clases sociales en las que todo tipo de sentimientos complejos que entran en juego (el orgullo, la envidia, la sensación de injusticia, el narcisismo, el servilismo, el sentimiento de superioridad)… pues en ese momento mi corazón dice no, por favor, que no sea OTRA historia más donde una amistad se rompe por la inestabilidad del triángulo.
Y así es. En el monólogo del afrentado sabemos del ultraje al que es sometido por parte del que creía su mejor amigo, ese al que abrió su casa y su corazón, y la mujer de la que se enamoró, pero que, concluye
“solo sentía por mi gratitud”. Parece que el mayor shock lo recibe Hendrick cuando, huido Konrad, él visita su casa por primera vez y encuentra un mundo que le era completamente ajeno. Era la casa de alguien que leía algo más que “Jara y sedal”, de alguien que vibraba con la música, de alguien que, sin tener su clase ni sus antepasados, podía entender un mundo, el de la cultura, completamente vetado a él. Un mundo, que para colmo, compartía con Kristina. Pero me acabo reconciliando con Márai y su introducción del tema trío por las reflexiones tan interesantes que hace del tema de l
a infidelidad:
“Exigir fidelidad ¿no sería acaso un grado extremo de la egolatría, del egoísmo y de la vanidad, como la mayoría de las cosas y los deseos de los seres humanos? Cuando exigimos a alguien fidelidad, ¿es acaso nuestro propósito que la otra persona sea feliz? Y si la otra persona no es feliz en la sutil esclavitud de la fidelidad, ¿amamos a la persona a la que se la exigimos? Y si no amamos a esa persona ni la hacemos feliz, ¿tenemos derecho a exigirle fidelidad y sacrificio”.
Konrad se ha marchado al trópico, a conocer el mundo tras una cacería en la que Henrick cree que planeaba matarle (es el último signo de amistad el, teniéndolo a tiro, no matarlo?). Konrad deja el estamento militar, al que nunca perteneció y pone tierra de por medio (repito, por amistad? por cobardía?). En este ultimo encuentro, Henrick quiere respuestas a preguntas complicadas: no si intentó matarle (que lo tiene claro, y el lector se debate entre que sea un hecho, o una paranoia de viejo encerrado), sino entender: “
Había una sola y única cosa que no me podía explicar: que hubieses pecado contra mí”. Quiere conocer al que fue su amigo, del que a esas alturas de la vida no sabe nada:
“¿O el disfraz era el uniforme? (...) Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. (...) Las preguntas son éstas: ¿Quién eres? ¿Qué has querido de verdad? ¿Qué has sabido de verdad? ¿A qué has sido fiel o infiel?
Esta frase ha sido, seguramente, una de las que más me ha gustado de toda la novela: q
ue uno responde con su vida a las preguntas más importantes. En la edad temprana, podemos engañar y engañarnos, pero a los 75, como los personajes, nuestra vida hablará de nosotros más que ningún monólogo. Konrad dejó un mundo que no iba con él, y viajó. Henrick se encerró en la misma casa 40 años, resentido. “
Uno también construye lo que le ocurre”. Y aunque esta constatación en la vejez de que tu vida tal vez no sea lo que hubieras querido sea probablemente lo más terrorífico, Henrick también reflexiona sobre la anhedonia del final de los días:
“
Envejecemos así, por partes. Más tarde, de repente, empieza a envejecer el alma: porque por muy viejo y decrépito que sea ya tu cuerpo, tu alma sigue rebosante de deseos y de recuerdos, busca y se exalta, desea el placer. Cuando se acaba el deseo de placer, ya solo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonce sí que envejece uno, fatal y definitivamente. Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado”.
Pero al final del libro, la premisa inicial de Hendrick, es desmantelada por él mismo. El, que desde el principio habla de la Amistad como algo sagrado, como un estado gracia muy superior a cualquier otro sentimiento, incluyendo el amor, acaba preguntándose a él mismo y a Konrad:
“La otra pregunta es si esa penosa atracción por una mujer que ha muerto no habrá sido el verdadero contenido de nuestras vidas (...) Y que si hemos vivido esa pasión, ¿quizás no hayamos vivido en vano?”
¿Es, al final, el amor, lo que verdaderamente ha dado sentido a sus vidas, por contraposición a una amistad tan compleja y contaminada? De esa amistad me hubiera gustado leer más, amistad en estado puro, sin terceras. Y es que el libro me ha tocado en muchos momentos, y supongo que a todo que tuvo un amigo o una amiga con la que se fue una piña y luego se acabó, le tocará igual. Y a todos esos que, como yo, buscaban respuestas en una novela -igual que las busqué un día en la película “Tres colores: Azul” de Kieślowski. para intentar entender otro tema personal-, se habrán visto de alguna manera decepcionados. En ninguno de los dos casos necesitaba una infidelidad para distraer de profundizar sobre el dolor de una pérdida. Mi amistad no se rompió por un triángulo: de los finos y vulnerables lazos que se tejen entre nosotros y nuestros amigos de la infancia, así, en crudo, es de lo que quiero leer. Es la única pega que le pongo a un libro que no nos da respuestas, sino muchas preguntas, porque así es la amistad: quien lo probó, lo sabe.