La Sra. Isasi de Isasmendi pertenecía a una de las mejores familias de Vetusta. Su infancia fue feliz: gran parte de su educación la pasó interna en Francia, luego hizo la "Carrera de Piano", y a los 22 era una muchachita deliciosa. No una belleza de esas vulgares a lo Ava Gardner, no. Ella era delgadita, venusina, y todo glamour. Se la podía llevar a cualquier salón de la ciudad que nunca desentonaba y, si se lo pedían mucho, podía acabar tocando algo juguetón de W.A. Mozart.
Como era de esperar, sus papás estaban como locos con su hijita menor, y consideraban que el hijo mayor de aquella familia con apellido judío que terminaba estudios para abogado en Madrid era el que la podría hacer más feliz. Y así fue: ser presentados en una fiesta y enseguida arreglar otras citas con la Tata, para pasear por el parque y conocerse fue todo uno. El pensaba establecerse enseguida tuviera el título bajo el brazo, y ya se había arreglado que tomaría toda la clientela de papá, que ya bastante tenía con sus otros negocios. Los futuros consuegros tuvieron una reunión super-secreta en la que se habló de esas cosas que no interesan a las chicas sonrientes y que fue exitosa porque a los pocos meses, la boda fue de lo más sonado que había visto Vetusta en la época. Se contaba que hasta el Caudillo estuvo invitado, y que se disculpó por telegrama.
La Sra Isasi de Isasmendi pasó de la casa de su padre a la de su marido. Su vida no cambió sustancialmente, ni la de su cocinera favorita y la Tata, a las que se llevó, casi como parte del ajuar. Siguió tocando los minuetos de Mozart que tanto animaban frente a los ventanales de su piso de pasillos interminables, de esos en los que el servicio entra por una puerta separada. Su marido insistió en que la cocinera y la Tata debían usar esa puerta, y ella se puso triste y no dijo nada. El supo que esos cambios de humor se debían a algo raro y, efectivamente, la Sra Isasi de Isasmendi estaba embarazada. Cuántas celebraciones, y más personal que hubo que contratar, porque en los siguientes cinco años la familia ya tenía cuatro hijos: cuatro niños estupendos. La niña, nunca vino.
El marido de la Sra. Isasi de Isasmendi viajaba mucho, y trabajaba días muy largos. Por qué tantas horas, se preguntaba la Sra. Isasi de Isasmendi, siempre para sí. Con el dinero de papá ella sabía que siempre se podría contar. Todos los solares, los campos donde trabaja toda esa esa gente para papá, y los edificios enteros con gente alquilada que tiene la familia en el centro de Vetusta. Sinceramente, la Sra Isasi de Isasmendi siempre pensó que el trabajo de su marido era un poco una afición, algo que hacía para estar entretenido, porque los hombres necesitan esas cosas. Pero que si venían mal dadas, había colchón. Bueno, varios colchones. Y mientras tanto ella le veía poco y seguía tocando para sus cuatro pequeños frente al ventanal.
Pero no nos llevemos a engaño: la Sra Isasi de Isasmendi tenía mucho trabajo y asumía todas las responsabilidades de madre, en lo que era también ejemplar. No se limitaba a lo de su marido: sentarse en su sillón orejero, con ella detrás, y dar el visto bueno a las notas a final del trimestre, o reprender, según tocara. Luego se iba: y que no le molestaran más, que si iban mal se les pone un tutor privado y a correr. No: la Sra Isasi de Isasmendi frecuentaba el colegio (ni que decir tiene, religioso) de sus hijos de vez en cuando, para las reuniones. Normalmente iba la Tata a buscarlos porque la Sra estaba tan ocupada, o bien tenía jaquecas, cada vez más frecuentes. Se tenía que meter muy a oscuras en su habitación y todos habían de ir de puntillas.
Un día soleado que no le dolía la cabeza llegó una carta: el viejo director se jubilaba y un nuevo cura de otro colegio, muy preparado, tomaba las riendas. Las mamás se apresuraron a organizar una bienvenida con banderines, concurso de pasteles y campari. Hasta la Sra. Isasi de Isasmendi intentó hornear unos petisús, receta de las monjitas de Francia (la cocinera hizo la masa y montó la nata). El día de la fiesta andaba tarde por culpa de la peluquera y mandó a la Tata con los petisús, con el recado de que ella llegaría un poco más tarde.
Cuando, con una media hora de retraso entró en el salón de actos, ahora convertido en sala de cocktails se hizo un silencio y, como en las películas, ella sintió que se abría un pasillo -probablemente solo en su cabeza-, desde ella hasta el nuevo director. Al verlo, no sonó ninguna pequeña serenata nocturna en sus oídos, sino los graves de la Apassionata de Beethoven, muy marcados, como si estuvieran aporreando las teclas. Porque los dedos, cuando te estás cayendo al vacío, a algo necesitan agarrarse.
Poco recuerda ella de esa tarde, parece que los presentaron, que se dieron la mano, y todo lo demás siempre permaneció en nebulosa. Solo sabe que le vió y algo que no le había pasado jamás se le movió dentro. Algo que con una certeza ciega, suicida, le decía que ya estaba, que eso iba a estar ahí, así de fuerte, en la parte posterior de su esternón, como un cosquilleo, como una ansiedad imposible, el resto de su vida. Quien lo probó, lo sabe. A ella nadie se lo había contado, pero lo supo. Pero solo en ese momento: era una mujer y madre ejemplar.
Las jaquecas de la Sra Isasi de Isasmendi desaparecieron, y con una energía nueva, pasó a ser parte muy activa de la vida escolar: directora del comité de padres, consejera de estudios, y varios título rimbombantes más. En casa, el piano se volvió implacable y desde entonces todo fueron sonatas patéticas con mayúscula, sonatas de enamorada, que sufre. Porque qué es el amor, ese Amor más que sufrimiento. "Por qué te ha dado por esa música, cariño?" decía una voz distraída tras el periódico en su sillón orejero... "si parece de rojos, o cómo se dice ahora... experimental". La Sra Isasi de Isasmendi miró al suelo con desprecio: qué sabía él de nada, él no trabajaba por dar educación a nuestro futuro, los niños, él no seguía a aquel que dijo cosas como "poned la otra mejilla", o "déjalo todo y sígueme".
Porque ella había tomado su decisión y lo había dejado todo por seguirle. Pasar tiempo con él, en reuniones que empezaron siendo semanales pero que subieron de frecuencia, pasó a ser su obsesión. Lo que inicialmente eran discusiones de asuntos escolares, gradualmente se tornaron sesiones en las que se comparte la vida, los sueños, el verdadero yo que no enseñamos a casi nadie. Porque ella había tomado su decisión, pero la mujer ejemplar no osaría a poner en palabras lo que le había pasado, lo que le estaba pasando, y lo que le pasaría por el resto de su vida. Porque con esto del amor, no hay como no llamarlo por su nombre, como pretender que es otra cosa para que, tozudo, no se quiera ir jamás.
Cuando el hijo menor estaba en sus últimos años de colegio, la Sra. Isasi de Isasmendi recibió una llamada del director, no podía esperar a la tarde. Medio sin arreglar se presentó allí. Chile. Le mandaban a Chile a dirigir allí un colegio. No había vuelta atrás.
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La Sra Isasi de Isasmendi tiene ahora 86 años y es viuda. Sigue tocando el piano frente al ventanal. Su hijo pequeño, el que terminaba el colegio cuando el director fue enviado a Chile comenzó a contarme esta historia así:
"Es que mi madre está enamorada de un cura. Lleva enamorada 50 años. Desde que se fue a Chile, hace un montón de años, se han estado escribiendo cartas, y ella le llama por teléfono dos veces por semana. Se pasan una hora, y eso cuesta un pastón! También le envía, semanalmente, un paquete con todo tipo de cosas: dulces de vetusta, ropa interior, recortes del periódico local, bolis... Ahora el cura tiene Alhzeimer y no puede seguir las conversaciones por teléfono... pero ella sigue llamando y habla con un seminarista que hace de intermediario".
La realidad siempre supera a la ficción. Este texto va para ella, que nunca leerá lo que he osado fabular, por seguir luchando por vivir el sueño. Y para el Gran Cronopio, del que intenté aprender a relatar, con poco éxito: qué no habría escrito él con este paquete que me regaló el hijo pequeño de la Sra. Isasi de Isasmendi!