an

13 febrero 2023

Mi otra sonrisa horizontal

Por razones que no vienen al caso, hoy he acabado buceando en este blog en estado embrionario - o sea, cuando escribía en docus de word que leían tres o cuatro (caramba, qué coincidencia). Buscaba el docu que da título a este divague (en aquella época no existían los divagues, como tampoco existía Di) y al abrirlo, otra coincidencia: resulta que fue el 13 de febrero de 2002 cuando ocurrió el evento, por llamarlo de alguna manera, que lo inspiró. Veintiún anios hoy. Me lo acabo de leer y he dudado si publicarlo, no por la extensión -de eso ya estamos curados de espanto-, sino tal vez por una especie de pudor, tanto por el contenido tan personal como por sacar a pasear a la pre-Di de 30 anios, con -21 de experiencia escritora. Pero pero como dice Sábato que "las casualidades no existen", no podía dejarlo pasar, me entiendan. Eso sí: enter at your own risk. 

~~~


No todo está dibujado con el mismo detalle. Más bien, lo atractivo de este cuadro es el juego de enfoque: zonas borrosas de neblina espesa, y zonas serpenteadas por una brocha mediana, nunca por el pincel fino. Tengo recuerdos similares a los que acostumbro, bien delimitados, con los bordes abrillantados, de esos con los que nos engañamos diciéndonos “fue así”. Como si la memoria, incluso la de lo cotidiano, fuera de fiar; como si no fuera la traidora engañosa y juguetona que es. Pero también hay otros recuerdos nuevos, de esos de noche de marejada en las tripas de un camarote de cuarta en el mar de los Sargazos, de despertar confuso en algún sitio del verano tras una siesta de tres horas, de ese segundo que precede a la lipotimia bajo la perpendicular del sol del mediodía.

Uno de esos primeros recuerdos bien delineados tiene la intensidad de un portazo en una casa de techos altos. Mediados de Octubre. Aquel genio de la medicina -también conocida como terrorista sunita en nuestra casa- se empeña en confundir lo que resultó ser una proliferación benigna de la pared de mi útero con un embarazo de 20 semanas. Pese a no haber faltado a las citas rojas con pereza a intervalos irregulares y siempre mucho mayores que 28 días, pese a explicarle que se tomaron precauciones siempre y en todo lugar, pese a que el test de embarazo, tozudo, repite como un niño harto con los brazos cruzados: negativo, esta kamikaze del curar, insiste durante toda una mañana en que prepare la canastilla. Llega a describir casos en los que el parto ha sido el pregonero del embarazo. Cuando se ha ganado a pulso su afiliación a Sendero Luminoso, tal vez Al Qaeda decide manchar un papel blanco con estas palabras: “ecografía de urgencia”.

El 13 de febrero de 2002 se me va borrando en la memoria a medida que avanzan sus horas como una cámara programada para un desenfoque progresivo, hasta adquirir tonalidades puramente oníricas, pasando del relámpago a la inconsciencia. 7 am: me lavo el pelo por si acaso aquella tarde es La Tarde. No es que cuente The Guardian que el NHS (National Health Service) no funciona sólo por fastidiar a Blair. Es que igual es cierto: 8 am, marco el número del hospital y con los dedos cruzados espero que la respuesta no sea “cancelación”, el fantasma con el que me había desayunado el día anterior, en el preoperatorio. Algunos afirman que es una técnica para tranquilizar: humor negro. Mr Bruce, el ginecólogo al que le gusta el Rioja, nos obsequió entonces a tenor del tema con un discurso de esos que nos gustan a los que presumimos de no ser tan bourgeois como para entender de vinos. “Esto es lo que los gerentes llaman eficiencia: que los numeros brillen a fin de año en los libros caiga quien caiga. Y para ello, no hay que escatimar en recortar recursos: camas, personal, lo que sea”. Y eso que estamos en el país que inventó la Seguridad Social. La más vieja de Europa, concebida para una población de 20 millones de habitantes que se ha triplicado. No sé si ésto o la influencia yanki -la ley de la selva, sálvese quien pueda, si no pagas te mueres- son los culpables de que este sistema se esté colapsando. Pero ésto es lo que viene. Y da miedo. Tras el mitin no se cantó la Internacional como colofón -pero casi-, como no se entona ningún otro himno cuando cuelgo el teléfono tras las noticias: hay quirófano, anestesista, camillero, ginecólogo… y cama. 9 am: los tres miembros del equipo de apoyo y la que firma se personan en la Unidad Edward II del Nottingham City Hospital. Empieza la cuenta atrás.

En realidad la cuenta atrás había empezado mucho antes, justo tras el portazo, cuando aún retumba el eco en las paredes y tiemblan los cristales de las ventanas. En una sala de ecografías de color gris, una chica sonriente aplica un gel congelado por debajo de mi ombligo para que conecte su pantalla con mi útero. El techo de la habitación no ofrece gran interés, la pantalla me recuerda a las prácticas de radiología, desde el borde de la silla se escurre mi pañuelo de seda y cae al suelo. Y sigue el eco. Miro el monitor: es un mioma, no un embarazo. Un tumor muy común, benigno, que se encuentra en el 25% de las autopsias de mujeres sanas. Llueve cuando salgo del hospital. Mujeres sanas, como yo: completamente asintomática hasta una mañana de agosto, en que una superficie dura, muscular, tensa se asoma a la carpa invertida que es mi abdomen. Sin hemorragias, ni dolor. Simplemente la duda invisible en medio de los dos mástiles de mis huesos pélvicos.

La niebla empieza a caer con paciencia, lentamente. Desde que llego a la unidad me dedico a cultivar un terror pequeño, de estar por casa, de esos manejables para hacerlo todo más llevadero. Lo elijo subconscientemente al azar, como quien saca una bola de la bolsa. El ayuno obligado me lo sirve en bandeja: decido temer morirme de hambre y sed en las horas que preceden a la operación, un miedo controlable y conocido. Me pego a una botella de agua mineral cual naúfrago rescatado, improvisado objeto transicional, como el osito de peluche con el que el hermanito de Wendy se paseaba por el País de Nunca Jamás. De esa guisa me siento a esperar en lo que sería el lecho del dolor a que el teatro comience jugando, a falta de otra cosa, con las palabras: teatro, theatre, quirófano.

Aunque para jugar siempre nos queda la memoria, lo único que tienen los presos, los naúfragos y los que sufren de amor. Me paseo distraidamente, o mejor dicho, los últimos meses se pasean decididamente por mi cabeza: la primera visita a Mr Bruce -tras la carta urgente de la terronista sunita-, el anciano respetable que lleva el pañuelo en la solapa a juego con la corbata. La nueva incursión por la gelatina fría, esta vez con el radiólogo, que confirma la naturaleza de la proliferación. No tengo el libro de gine: hablo con mis amigas médicas, patólogas, navego por internet. El origen de los miomas es en principio desconocido. Se sospecha de los estrógenos -la hormona sexual femenina- como presuntos implicados, pues tienden a crecer durante los embarazos -época de pico estrogénico- y a disminuir en la menopausia -cuando la hormona se jubila. La segunda visita a Mr Bruce: “Hay, como sabrás, un mínimo riesgo de histerectomía”. Conduzco hacia casa como una autómata. Llueve, paso por la explanada verde que me encanta, pero hoy no me importa. Histerectomía, resuena en mi cabeza. Viene del griego: el sufijo es extirpar, hister es útero, matriz. Ni la etimología me distrae. Nuevo intento, semáforo en rojo: la palabra "histeria", qué bonita, acuñado en esa época en la que se consideraba que la misma provenía de trastornos uterinos y por ende, sólo era propia de las mujeres. Verde: como si no conociera a más de un histérico. Avanzo por las calles mojadas, pensando, pensando. Intentando no sentir pena por mí misma. Todo va a ir bien. Pensando: pero, ¿y si histerectomía? Desmontando los catastrofismos: no, es muy improbable. Pero catastrofizando: ¿y si me toca a mí? Racionalizando: no tiene porqué ser maligno. Dejándome llevar: ¿y si lo es? Sintiendo: triste, desorientada, perdida.

El City Hospital es victoriano, de ladrillos rojos y arcos por los pasillos. En cada planta hay alrededor de 30 camas separadas por cortinas que penden de un entramado de railes que cuelgan del techo. Pienso, desde la cama, en el cielo de Lisboa, atravesado por los cables de sus tranvías. Las cortinas son de relajantes motivos floreados típicamente ingleses (¿y aún dicen que hay que poner anestesias?) Es mediodía, y una enfermera negra las corre sin previo aviso tras dejar claro que se llama Florence y que los tres miembros del equipo de apoyo se quedan fuera. Me pone una pulsera con mi nombre y muchos números. Deja una especie de camisón con nudos que casi recuerda una camisa de fuerza encima de la cama. Sale, me peleo con ello. Cómo se ata ésto. Vuelve: No, es que te lo has puesto del revés, los lazos van por detrás. Pregunta si he hecho lo que la Lulú del libro como me dijeron el día anterior. Asiento. A ver. Aprobado. Los recuerdos empiezan ahora a difuminarse: me veo desde fuera, como en un escenario con esa bata quirúrgica, fuera de contexto. Florence, que dice cuatro cosas en castellano porque tuvo un novio cubano, me pone una especie de medias para prevenir trombosis y toma constantes. Entonces abre el telón y, metida en la cama como un pajarito petrificado, me encuentran los tres miembros del equipo de apoyo.

Falta menos de media hora para el momento del pánico con mayúsculas: bajar en camilla a los infiernos. Llevo intentando doblarle esquinas a esa imagen desde mi segunda visita a Mr Bruce, el ginecólogo con aspecto de dandy, cuando abrió su agenda y dijo: 13 de febrero. Lo logro con bastante éxito. Primero, hablándolo, sacándolo fuera, por teléfono, por ordenador, in situ, como sea. Segundo, preparando la mochila hacia la desconexión que en este caso se llama Bangkok, una semana después de que Mr Bruce pusiera fecha a lo inevitable. Y allí desconectando verdaderamente, porque en Tailandia… aún no había empezado la menopausia.

Huida temporal: Parque nacional acuático
Ang Thong Ko Wa Ta Lab, Tailandia

Dentro de la cama, embozada en una sábana blanquísima hasta el cuello, y mirando el cielo de Lisboa me encuentra un chico de mi edad, vestido de verde y con algo en la mano que debe ser mi historial clínico. Es moreno, probablemente pakistaní, dice su nombre. Me siento en la cama y contesto a sus preguntas. Es el Senior House Officer de anestesia, pienso, como mucho el Specialist Registrar. Es simpático, y muy didáctico. Me habla como si fuera tonta, explicándome lo que me van a meter. La verdad es que lo agradezco, dada mi lentitud de procesamiento de datos en ese punto. Utiliza palabras aburridas, políticamante correctas. Asiento. Las traduzco a mi propio idioma: dice que no debo tratar de ser una heroína, porque ésta va a ir directa a la vena. El eufemismo pasa por “diamorfina proporcionada a través de un sistema llamado PCA" (Patient’s Control Analgesia), un dispositivo que libera el opiáceo cuando el paciente aprieta un botón. Guau: heroína en vena, totalmente legal y gratis; tengo delante de mí al dealer ideal, al que miro con un fervor que raya lo místico. “Cuando te duela, aprietas… y no te preocupes por la sobredosis, esta arreglado para que no ocurra”. Descuida, se hará lo que se pueda… cualquiera que me conozca sabrá que las oposiciones a mártir no estuvieron nunca en mi mente.

No sé si justo antes de que llegara el chico de verde yo acababa de tener lo que se daría a conocer como un “flush” (sofoco). Y es que en Tailandia no había empezado la "menopausia", pero ésta estalló de improviso en enero cuando ya llevaba más de un mes tomando el Nafarelin, un spray nasal con el que Mr Bruce aspiraba a reducir el tamaño del alien que habitaba mi útero. El Nafarelin es algo así como un secuestrador de aviones que embarca en Fosas nasales con vuelo a Ovario, haciendo escala en Hipófisis. Mientras todos los pasajeros esperan el transfer, el miembro del comando Naf-Ar-Elin toma como rehén al pasajero GNRH, cuya misión al llegar a la República bananera Ovario es informar a los indígenas de que liberen Estrógenos. Sin el pasajero GNRH, todos en Ovario se dedican a la samba, en lugar de a trabajar. Tanto carnaval lo que logra es una “menopausia virtual”, caracterizada por síntomas tan agradables como estos flushes, que me volvieron loca y que me hicieron, sólo por una vez en mi vida, desear que acabara el carnaval y viniera cuanto antes la cuaresma.

Cuando más interesantes están los negocios con mi dealer, el Granjefe Camello se persona a los pies de mi cama. Un Pablo Escobar de estar por casa, que tras saludarme comienza a discutir el caso con el aprendiz de brujo. En algún punto la palabra epidural se cae de la conversación, así como se escurre a veces un papel pequeño en medio de mil folios. “Excuse me?” Se vuelven hacia mí sorprendidos. Intento expresar que no estoy interesada en una epidural, gracias, con la mayor contundencia y claridad de la que soy capaz - bastante, si me lo propongo. Afortunadamente para ellos, no me preguntan en qué está basada mi decisión: muchas horas de vuelo cuando era estudiante me ayudaron a entender que el paciente es la última persona que quiere estar presente cuando inciden en su abdomen. Inyección lumbar, los focos del quirófano, los beeps de las máquinas, toda esa gente (cirujano jefe, residente, anestesistas, enfermeras, estudiantes de medicina, estudiantes de enfermería, asistentes, y en el Clínico, de fondo la Cadena 100) preparando el campo operatorio, pululando, hablando de su última noche… No. Lo siento, la heroína no voy a ser yo.

Cuando Granjefe se va, terminamos los tratos con el camello de barrio: entraré a un cuarto “más amigable” para ser anestesiada. Pienso en una de esas consultas de pediatría. “Sí, un cuarto con ositos de peluche”. No me podía imaginar que ésa es la última frase que pronunciaría semiconsciente cayéndome por la espiral de la anestesia un rato más tarde. Nos reimos. Y lo más importante: cerrar trato final, que se llama Temazepam 10 miligramos, dos pastillas circulares blancas que en Glasgow funden los chicos malos y se inyectan en vena. Eso por lo que se paga bastante en las esquinas de mi barrio. Le pregunto si me ve muy ansiosa para los estándares preoperatorios. Él, con su mejor cara de póker, niega para luego añadir: “como no lo lleves por dentro...” Me recuerda a cómo doy el pego en exámenes orales, presentaciones y demás parafernalia en las que el mundo afirma que parezco suelta y controlando, y en absoluto nerviosa. Pero esto es algo nuevo, y una pobre benzo no va a hacerme ningún mal, aunque dudo si algún bien. Me veo repitiendo lo de siempre: sólo usarlas para crisis, y ésta es una. Los 20 mgrs caen en mi estómago, y con asombrosa rapidez llegan a mi cabeza.

A partir de aquí ya no recuerdo nada con claridad, todo pertenece al mundo de los sueños, a la nebulosa sideral por la que se mece la confusión, al dulcísimo placer de dejarse caer, y no saber cómo, ni quién, ni cuándo. Y empieza la proyección de diapositivas. Sentada en un cuarto oscuro, su luz me ilumina a intervalos cada vez mayores, precedido por su sonido de tercer grado: clas, clas. Una camilla negra y metálica se acerca a mi cama, y un pijama verde vuelve a cerrar las cortinas. Pero aquí mis sentidos están ya bloqueados. Clas-clas. Una silla pegada a la rueda, dame la mano, sube aquí. Ningún tipo de resistencia. Otra vez el cielo de Lisboa, Alfama y sus sábanas blancas tendidas al sol. Metal que choca: suben los laterales de la camilla. Clas-clas. Estoy esperando a la entrada de la unidad para ir hacia quirófano. Los techos son muy altos. Los tres miembros del equipo de apoyo alrededor de los barrotes. Me miran desde la barrera. Al día siguiente me recordarán con una mezcla de estupor y risa mis palabras de entonces: “dadme besitos”, y mis abrazos, como en esas fiestas donde el alcohol hace sentir ese estado de fratenidad universal. “El momento más mono de tu vida”, afirman. Clas-clas. Pasillo, supongo, y una puerta: quirófanos. Creo que el camillero va hablando, y éste no me recuerda al día siguiente ningún estado de fratenidad universal, así que supongo me comporto y no pido besos a nadie más. Clas-clas. Una habitación muy pequeña, llena de gente alrededor. El cuarto “amigable” de anestesia, deduzco. El chico pakistaní de verde a mi derecha me da la mano. Clas-clas. Me llaman por mi nombre, que suena hueco, los ecos otra vez. Creo que sonrío. Clas-clas. Al fondo a la izquierda el consultant le indica a una chica temblorosa cómo cogerme una vía. No me importa. Clas-clas. Dicen que calor o frío en la mano, que el pinchazo. No noto nada. Clas-clas. El chico pakistaní me dice cualquier cosa, a lo que yo contesto: “No veo ningún osito en esta habit…” Fin de la proyección.

Empieza otra nueva, más bien una película, igual o más confusa, pero con una sensación extraña aún no identificada a muchos kilómetros al sur del ombligo. Repiten mi nombre a gritos, el cuarto de reanimación no cumple desde luego su cometido, dicen los que esperan en el pasillo que sonrío al verles y que me quejo en castellano: “Me duele mucho”. Un miembro del grupo se marea un poco. Nadie sabe cómo vuelvo a la cama. Mi primer embrión de recuerdo es una cara sonriente con pelo rizado que de nuevo repite mi nombre. “Ahora te dejo aquí”. Ha pasado mucho rato conmigo, por lo visto. Veo a los tres miembros del equipo que sonríen. Pero me duermo, me duermo… intentan despertarme, me llaman… yo mientras, navego en un puré espeso, y pese a la confusión, aprieto la bomba que libera diamorfina para controlar el dolor. Tengo sed, pero sólo me dejan mojar los labios. Y a las ocho, suena la campana: han de irse. La costumbre española de pasar la noche en el hospital no existe aquí, les explican que “no tienen facilities”… no les dejo que protesten, sólo quiero quedarme sola y dormir, dormir. Tal vez soñar.

Pero gritos y más gritos. Alguien canta en el fondo, alguien delira. “I don’t know, I don’t know”. Las enfermeras la intentan calmar, y la llaman “Alice”. Está en la cama al lado de la de enfrente. Suenan timbres que llaman a las enfermeras. Yo sólo quiero dormir. Sigo apretando la bomba, bebiendo agua a intervalos largos, y no debo. Ya no hay luz, pero Alice, que debe tener 80 años, sigue cantando. Una mano toca mi brazo derecho, y me dice que se llama Sarah, y que va a ser mi enfermera. Durante toda la noche pasa cada hora y me toma la tensión, el pulso, la temperatura, me da antibióticos, me tapa. Siempre sonríe y dice “darling”. En medio de la confusión de la primera noche sólo logro concretar una especie de sensación de gratitud immensa. Es exactamente ese mito del “ángel guardián” que debe ser una buena enfermera, una de las tres hadas buenas de la bella durmiente. Tal vez Flora, o Fauna, o Primavera. Durante el resto de las noches, perfilo un poco más a Sarah: es rubia, con un recogido francés y un uniforme azul. Va de azul, luego es Primavera. Sigue sonriendo, me dice lo mal que estaba la primera noche, lo que he mejorado. Le gustan mis rosas amarillas y mi pijama de lunas y estrellas. Debe tener mi edad: somos las más jóvenes de toda la unidad.

Amanece, y me cuesta saber quién soy y qué hago allí. La cabeza me da vueltas por el chute de la noche. Empiezo a recordar, estoy en medio de un cuento de hadas, donde las princesas se duermen tras morder una manzana roja y brillante. Pero yo no estoy en una urna de cristal. Me revuelvo en la cama, y me cuesta reconocerme: en el dorso de mi mano izquierda se clava el huso que me hizo dormir cien años. Debí subir a una torre dando mil vueltas por una escalera de caracol, y encontrarme allí a Maléfica distrafazada de anciana que hilaba en la rueca. Y quise probar yo también. Los ojos se me cierran, oigo muchos pasos a mi alrededor. Hago un esfuerzo descomunal por abrirlos, porque quiero seguir el sendero de la aguja que sale de mi mano. Un tubo transparente, que acaba en un aparato complicado: una especie de jeringa gigante donde la diamorfina duerme líquida y transparente, dejando ver su color tostado. No puedo mantener abiertos los ojos, estoy varada en esta cama. Durante el resto de la mañana, las olas me golpean y por una vez el sonido del mar está de más. Es como oír la embestida de la ola sin su retirada más suave a los tres segundos. Sólo quiero dormir. A media mañana aparece otra hada buena, vestida de rosa: Flora, y dice que va a lavarme. Es un proceso curioso, imagino que es lo que deben sentir los bebés continuamente. Cuando termina, mientras recoge todo, una sombra aparece dibujada en las cortinas. Un juego de luces que me impresionaría si Nosferatu no hubiera sido ya filmada a principios de siglo. La cortina se corre, y aparece La Matrona.

El hada buena no palidece de terror, como hizo mil años antes cuando Maléfica entró en la fiesta a la que no había sido invitada y lanzó su maldición somnífera sobre la hija del rey. Éste mandó entonces quemar todas las ruecas del reino, pero olvidó la de la torre: quedaba una, siempre queda una. Porque las maldiciones tienen que cumplirse, no vale con sortearlas: hay que superarlas. Y su intrincado camino pasa por desobedecer, subir a la torre, coger el huso, pincharse, y dormir para siempre hasta que se rompa el hechizo. Supongo que el hada buena simplemente se despide y me deja con aquella aprendiz de mala de serie B, porque a ésta no le da para el papel de Maléfica.

La Matrona es el contrapunto del ángel protector, aunque como digo, tampoco le da para ser Abbadón El Exterminador. Es la señorita Rottelmeiher de la enfermería. Alta y de forma campaniforme, con caderas amplias a las que el uniforme no hace ningún favor. Sus ojos son oscuros, afilados; los labios contraídos; la coleta donde recoge su melena, reprimida. Si la mirada es el espejo del alma, la voz lo es del carácter: agria, altanera, intransigente. La Matrona podría haber elegido cualquier otro trabajo, como funcionaria en cualquier ventanilla de cualquier ministerio del no-vuelva-usted-nunca. Pero eligió ser enfermera para tratar a seres humanos que están en la situación más límite de la debilidad: la enfermedad. Tal vez por éso.

La Matrona y la menda se disgustan de entrada. Mal rollo a primera vista, para que luego digan que no existe. Los sicoanalistas dirían que nos recordamos mutuamente a seres del pasado con los que hubo conflicto. Muy posiblemente. Lo llamarían transferencia. Lo que quieran. Jueves por la tarde, ni 24 horas tras la operación, La Matrona corre las cortinas junto con una estudiante de enfermería. Por Dios: este espacio es demasiado pequeño para nosotras dos. “Te vamos a quitar el drenaje y la sonda”. ¿Qué? -no doy crédito- Mira, el drenaje pase, la sonda no, por favor. La Matrona ni se inmuta: “Será mejor así, ¿te importa que lo haga la estudiante?” No, claro que no. Sólo le falta que se le pose el cuervo en el hombro. Ella le va explicando. El drenaje sale, y debo poner cara acorde. La Matrona levanta la mirada hasta mis ojos: “Eres médica, ¿verdad?”. La miro con indiferencia. Mientras, la estudiante retira la sonda.

Llegar al baño es la mayor odisea de mi vida, arrastrando el gotero y mi cuerpo deslabazado de saldo. Afortunadamente, una miembra del equipo de apoyo se dedica en sus ratos de ocio a este arte aún no reconocido de la decoración meticulosa de recipientes de cartón usados para recoger orina en el NHS, a base de mariposas, flores y muñequitos. Esto hace, sin duda, mis incursiones al baño infinitamente más amables, pese a la angustia inicial de sospechar que entro en retención urinaria. Justo pasa por allí, siempre dispuesta a ayudar, mi amiga de la voz agria, aspirante a hada mala, quien al verme salir con las flores, mariposas y dudoso éxito en el fondo del recipiente apostilla: “Si sigues así, te sondo de nuevo”. Eso es tacto. No le negaré a esta mujer un poder de persuasión fuera de lo común. A partir de ese momento, comienzo a hacer pis regularmente, y la primavera de florecillas y mariposas llega así a la Edward II con más de un mes de adelanto.

La comida del hospital es algo así como una mezcla de comedor de escolapias, barracón militar y comida de avión de Aeroflot. Patatas en sus múltiples versiones, pudding de natillas. Inasequible al desaliento, empiezo a comer desde el segundo día. La primera comida dura unos 20 segundos porque sentada en la cama, acabo prácticamente colapsando, y no precisamente por la visión de la comida, sino más bien por el cóctel molotov que me corre por las venas. No me extraña que los que se meten drogas no se preocupen por la comida. Pero tengo que comer: soy una verdadera dama decimonónica, con anemia y todo. La Matrona aspira a que pasee continuamente por la planta, pero una sólo está dispuesta a mostrar su palidez y fantasmagórica apariencia en películas de James Ivory, así que me resisto. A partir del viernes comienzo a leer compulsivamente, y desaparece el cordón umbilical que me ataba a la analgesia. Entra el sol por las ventanas. Mis rosas amarillas se están abriendo. El equipo de apoyo, cada vez más animado. El sábado, por fin, escapo del hospital victoriano, pues se rumorea que hay un casting en el que voy a competir con Helena Boham-Carter para una adaptación de Henry James. 

Al llegar a casa, la debilidad me puede, y la risa me mata de dolor. Pero tengo ganas de reírme. Miro mi nuevo abdomen, que se presenta explicándome que ahora tiene una sutura continua, a 10 cms al sur del ombligo, atravesando la carpa invertida que es mi abdomen de lado a lado sin llegar a los dos mástiles de mis dos espinas ilíacas. A la semana siguiente, cuando Mr Bruce, el anciano respetable que solo sabe decir “un martini por favor” en castellano la ve, la califica de “surgical beauty”. La herida me sonrie en forma de parábola de hueso pélvico a hueso pélvico. Por sus comisuras se escapa un hilo, como una pajita en la boca de un granjero. Una semana después, la enfermera estira mientra yo respiro profundamente. Ya está, ni me he enterado. Vuelvo a casa sin los puntos sonriendo doblemente: porque ahora tengo una nueva sonrisa. Mi segunda sonrisa horizontal.

14 comentarios:

  1. Darling Di,

    Me ha encantado. Pero mucho. Felicidades a la Di con -21 años de experiencia escritora.

    Destaco:

    - "Histeroctomía, resuena en mi cabeza. Viene del griego: el sufijo es extripar, hister es útero matriz. Ni la etimología me dristrae. Nuevo intento, semáforo en rojo: la palabra 'histeria', qué bonita, acuñado en esa época en la que se consideraba que la misma provenía de trastornos uterinos y por ende, sólo era propia de mujeres"

    Esto me lo enseñó Mariona y me quedé viendo visiones. Ahora me lo recuerdas tú y a la vez yo me acuerdo de una prueba que me hicieron a mí "histerosalpingografría'. Quién da más. No sé qué debe ser salpingo. A mí me suena a 'respingo', que vendría a ser 'susto' que vendría a ser lo que tenía yo aquél día. ¿será por eso que se llama así??

    - El comando Naf-Ar-Elin y el secuestro del vuelo a Ovario. Brillante. Deberían ponerlo como ejemplo de regla mnemotécnica en todos los colegios.

    - "La comida del hospital es una mezcla de comedor de escolapias, barracón militar y COMIDA DE AVIÓN DE AEROFLOT". He soltado una carcajada y todo. Nunca he volado con Aeroflot pero he entendido perfectamente lo que querías decir. jajaja qué risa.

    - Todas las enfermeras inglesas se llaman Florence?

    Y el final: "Vuelvo a casa sin los puntos sonriendo doblemente: porque ahora tengo una nueva sonrisa. Mi segunda sonrisa horizontal" Bravo. Es bonito y todo.

    Di, tienes que escribir más. Es un gustazo leerte.

    Petons,
    Anna

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Bueno, Anna, con divagantas como tú, es q claro tengo q escribir más. Gracias de verdad, es lo mejor q me pueden decir.

      Ahora: sobre la histerectomía y Mariona, una de las cosas q me soprendió ayer leyendo esto (hacía siglos q no lo hacía) es la cantidad de "themes" q luego se repiten. Ya estaba por ahí Maléfica también, los hospitales victorianos... Me encanta q saques el también a las "salpingo" q no son otras que...tachánnnn, las trompas de Falopio. Qué preciosidad, viene del griego: sálpinx que significa trompeta, no hay más q mirar su forma. Antiguamente se estudiaba latín (no sé si griego) en las facultades de medicina... se puede ver por qué.

      La explicación del eje hipotálamo-hipofisario-gonadal no la recordaba tampoco... está mal q yo lo diga, pero ha quedado clara la metáfora :)

      Pero tb he de decir: fatal meterme con Aeroflot. Luego volé con ellos y lujo asiático, qué asientos. En serio, muy muy bien.

      Y sí, todas se llaman Florence, será que el nombre las inspira? (por si alguien no lo sabe, la fundadora de la enfermería, the lady of the lamp, es Florence Nightingale). Fashion y yo siempre nos preguntábamos si las monjas del cole se habían ido monjas por el nombre: Madre Sagrario, Madre Caridad, Madre Candelas de la Iglesia... luego descubrimos q se los cambian :)

      Petons my lovely

      di

      Eliminar
  2. He llegad al theatre/quirófano y decidí hacer una pausa , para escribir una primera aproximación al puerto... porque me está quitando el placer de pensar que sigues siendo un bot... aunque supongo que el chatGTP o algún pariente próximo se explaye en parecidos términos... pero un algoritmo con mioma ya es demasiado para mí...

    Bicos aproximativos...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Lo del Naf-Ar-Elin es antológico... me lleva a mis tiempos en que le contaba historietas, con algún tema científico, a mis predaolescentes... y puto caso me hacían (eso sí, lo pasaban bien)... Y dormir, tal vez soñar... de cuántos problemas nos sacan los sueños... que se lo digan al Bertolucci.

      Bicos soñadores...

      Eliminar
    2. Hola MV... en primer lugar, muy agradecida a la vez q sorprendida q estéis tres q lo habéis leído entero! No daba un duro. Y muy sabio hacer una pausa, comentar aquí y retomar.

      El bot, sin embargo, se las sabe todas para metértela doblada... ahora ha usado pretender q esta historia es real, y tiene otros ases en la manga. No bajes la guardia.

      Los mejores profes, los q cuentan historias... y de Bertolucci te refieres a "The dreamers"? Me gustó esa peli... qué guapos son todos.

      bicos mayosesenteros

      di

      Eliminar
    3. Ahora sí que rematé la entrada... y sí, yo me enamoré de la Green (aunque su luz estaba más bien en el espectro del rojo)...

      Siempre dicen que el final es lo más importante (en todo, pero más en un relato)... supongo qy hay que ver como no necsitas fantasmas ni atmosferas al modo Lovecraft... tu matrona es antológica... solo de pensar en ser mujer me pone los pelos d epunta!!

      Eliminar
    4. Ahora sí que rematé la entrada... y sí, yo me enamoré de la Green (aunque su luz estaba más bien en el espectro del rojo)...

      Siempre dicen que el final es lo más importante (en todo, pero más en un relato)... supongo qy hay que ver como no necsitas fantasmas ni atmosferas al modo Lovecraft... tu matrona es antológica... solo de pensar en ser mujer me pone los pelos d epunta!!

      Eliminar
    5. El algoritmo me la ha vuelto a jugar... pues ahora se va a joder, que voy a escribir más de lo que pensaba... sus rayos X viendo el fondo del meadero y ese tono a lo Dirty Harry (no el príncipe!) con "te sondeo de nuevo"... es que la estoy viendo con la mano en posición de pistolón...

      En fin, que me encanta el happy end con tu segunda sonrisa... bicos muy sonrientes...

      Eliminar
    6. Y sí parece que hay un lapsus en te sondeo/sondo, pero en esta ocasión la no revisión me lo dejó muy curioso... porque yo prefiero el político sondeo (aún siendo básicamente manipulador) a que me metan la sonda (ya lo practicaron conmigo)...

      Eliminar
    7. Ay MV, todos nos enamoramos de la Green y del hermano.. al rubito vamos, se lo comían con patatas. Y gracias por tus elogios por la matrona... la realidad supera la ficción, no hay nada ahí de caricatura.

      Bicos insondables

      di

      Eliminar
  3. Ay pobre, solo de pensar en el anuncio de que "si sigues así te sondo" se me pone la carne de gallina. Pero también te digo que como amenaza es bastante infalible, cuesta no mear en esa situación. Alejémonos de los hospitales y si vamos que al menos lo contemos con ese humor.
    Muxus

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ay sí, Marisa, parece q una amenaza por parte de otra enfermera también funcionó en el parto de Roc. Igual es parte del temario? Pero hablo en serio de mis sentimientos de amor incondicional hacia la enfermera-buena, es muy fuerte lo q te pasa en esa situación de vulnerabilidad. Yo entiendo q para ellos, los profesionales de la sanidad, es un trabajo, pero si no te gusta la gente, quédate en el laboratorio. Por otro lado, habría q intentar q no estén hasta los piiii, por lo tanto hay q pagarles y poner pasta en servicios. Ya sabréis cómo estamos llevando por aquí el "winter del discontent", todo el mundo de huelga (el otro día en un programa de comedia de la BBC decían "si no has estado de huelga este invierno es q tu trabajo no importa nada para la sociedad"), inc. l@s enfermer@s (y avisos a la población tipo, no hagais burradas tal díá q no hay enfermer@s ni ambulancier@s). Por cierto, a nosotros nos han llamado a votar el sindicato sobre si ir a la huelga... yo ya he votado.

      muxus maitea

      di

      Eliminar
  4. A ver si me pillo un par de dias de vacaciones y me leo tu post.
    Jejeje

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. jaja... conociendo tus hipocondrias luego me llevas a juicio

      Eliminar

Comenten bajo su propio riesgo, sin moderación. Puede ser divertido.