El domingo vinieron a cenar unos amigos y Laeti, que es francesa, me trajo este libro. Estaba escrito originalmente en francés porque la autora, aunque nació en Bilbao -le hacen creer que sus padres vuelven solo para que pudiera decir que nació allí, yo conozco algún caso similar-, es en realidad parisina. Larrea viene a ser una Mini francesa, hija de españoles emigrados a Francia. En esta su primera novela -que ganó precisamente un premio por ello- cuenta, entre otras cosas, su experiencia de emigrante, de niña con pocas amigas, más morena que las demás, de lo que es ser "la española".
Esto daría por sí mismo para una novela entera, pero María Larrea mete eso y mucho más en menos de 200 páginas. Parece que pasa de puntillas, con levedad, sobre su autobiografía, que es muy densa, pero en absoluto. Cuando la termino -see lee en dos tardes- estoy medio en shock: he subrayado párrafos de belleza formal como no estoy acostumbrada a hacerlo en obras traducidas, a la vez que he leído retratos psicológicos magníficos-, a la vez que he llorado. También he de decir que hay expresiones que me han chirriado (sobre todo cuando usa la fisiología humana -"mezcla de apnea y espiración blanca", "la sangre me pasa trabajosamente por la coronaria y la aorta"- y al final en un punto explica que le interesa la medicina, igual es por eso). Pero los temas que toca están llenos de emoción para mí, no sé si de la misma manera que lo estarán para otros lectores: esa es la maravilla de escribir, tú lanzas algo y el resto hacen de él lo que sea.
Sus padres chiflados
Ambos personajes me han conmovido a su manera. Ambos vienen de un pasado paupérrimo y marcado por el abandono y el abuso. Su madre, en una aldea de Galicia, es dejada con las monjas de muy pequeña por una madre atroz que la va a recoger a los 12 años para usarla como criada, ocupándose de la prole que ha ido naciendo, y para que la abuse sexualmente su padre. Es espantoso. El padre, hijo de una prostituta de Bilbao, dejado en "La Misericordia", el orfanato local, del que lo echan por blasfemar en la adolescencia temprana. "Mis padres chiflados", los llama una vez Larrea, con cariño: cómo van a ser de otra manera, cómo culpar a la madre de sus rarezas y al padre de su adicción al alcohol.
Cuando se encuentran y se casan (los dos son guapos, casi el único capital de los pobres) deciden emigrar a París, donde el padre trabaja cuidando un teatro y la madre limpiando, restregando. Así hasta que el padre pierde el trabajo y la madre se hace con una portería. El padre vivirá bebiéndose lo que la pobre madre intenta ahorrar.
La mala suerte
Por si todavía no les habían ya tocado suficientes malas cartas en la vida, además no logran el embarazo -claro que igual esto fue su única buena suerte que evitó haber quedado encinta de su propio padre. Son los típicos emigrantes que vuelven todos los veranos un mes a Bilbao y ahí se dedican, cabezarrotas, a quemar el dinero ganado en Francia. El padre siempre ha de ser el "más rico entre los pobres", tiene una de esas personalidades que no puede tener un duro en el bolsillo: imprevisible y no-previsor, extrovertido, algo paranoide, feligrés del YOLO.
En uno de esos viajes, quedan con unos amigos tan pobres como ellos. La descripción del grupo de Larrea me parece bestial por lo perfecta, por su carga, por todo lo que implica: "se ríen enseñando los huecos de los dientes que les faltan". Por lo gráfica, es que parece que los veo (más adelante describe a una mujer burguesa por sus perfectos dientes alienados de ortodoncista carísimo). Esa pareja desdentada les hablan de un ginecólogo y unas monjitas que pueden conseguirles un niño. Solo hay que pagar. Y ellos, como chorlitos, locos de la vida, tal vez sin demasiadas luces, lo hacen sin sospechar que el pago es algo extraño y tal vez no muy limpio. No tienen consciencia de que podrían estar haciendo algo mal.
Los niños robados del franquismo-y postfranquismo
Porque claro, en los 70 quién podría imaginarse que aquellos ginecólogos sonrientes y esas monjitas con bigote pero inofensivas estaban robando niños a mujeres de izquierdas, o "descarriadas", para vendérselos a "buenas familias" de derechas que les darían valores cristianos como Dios manda. De esto ya escribí en otro divague hace mil años y dije más o menos esto: si tuviera que hacer un ránking sobre historias que más horror y tristeza me causan tal vez ganaría esta: que le digan a una madre que su hijo ha muerto y se lo arrebaten. Por esto titulé el divague de la pelicula "Philomena", que va de este tema, pero en Irlanda, "grados de maldad". No puedo imaginar crueldad mayor.
Sin embargo, en el caso de Larrea no es así: ella a ratos se pregunta cómo pudieron dar una hija a una pareja como sus padres que hoy en día no pasarían los estrictos controles de servicios sociales, pero que entonces no eran el matrimonio bien de derechas al que vendían los críos. Y al final del libro descubres que la madre biológica no era tampoco el prototipo de arriba, así que por ese lado no rompe tanto el corazón. A mí también me tranquiliza que no sean padres "nostálgicos del régimen" que la vayan a educar en el facherío y el clasismo.
Los genes, el ambiente... los genes crean el ambiente
Como he dicho, Larrea nos hace una radiografía psicológica, un relato al óleo de sus padres adoptivos, esos "dos tarados a los que solo les darían un hijo en una adopción ilegal", pero también se desmaquilla ante el lector, exponiendo toda su vulnerabilidad, cuando habla de ella misma. Podría haberse escondido en su faceta de estudiante de la prestigiosa escuela de cine de París, su matrimonio y sus dos hijos, y sus cortos y pelis dirigidas. Nota: en esta novela he aprendido el concepto de "Künstlerroman", que me ha encantado, ya que es una variedad del Bildungsroman, la novela de crecimiento de la que somos tan fans aquí. Esto se refiere al "crecimiento del artista como tal" y no es que la autora lo comente, pero habla de uno de sus libros favoritos, Martin Eden de Jack London, que lo es. Veo que viene divague con los Künstlerromans que he amado y los que me quedan por leer.
Pero "Los de Bilbao" no nos habla de su crecimiento como artista per se (claro que todo lo vivido contribuirá al arte), sino que nos muestra su trayecto de niña pobre peluda inmigrante, sobreprotegida, a la que los padres no dejan ir a las excursiones "por si hay un corrimientos de tierras o pedófilos", y reina de la casa absoluta, toda forrrada con fotos suyas, a adolescente enloquecida que bebe y toma drogas, que roba maquillaje en los grandes almacenes, que tiene que reírse -porque es lo que hay que hacer- con los dientes apretados de las bromas de los otros adolescentes, que si tiene pelos, que si se llama como su asistenta: "Yo domesticaba todo aquello riéndome con ellos, enterrando mi verguenza en un pozo. Pero me lo tenía que comer igual". Odiosa la gente bien que nunca han entendido nada.
Y lo que más me ha chocado: que recurra al tarot para que le aclare la vida. Esta parte, demencialmente, juega un papel importante en el comienzo de la búsqueda obsesiva de su familia biológica, cuando se entera que es adoptada. Los del tarot le dicen "y lo que te ahorras en psicoanálisis": pues sí, la verdad, pongo ambas "disciplinas" exactamente al mismo infranivel, y por lo menos el tarot será marginalmente más económico. Es una pedrada total, pero también me habla de Larrea, del estar perdida, de necesitar algún tipo de ancla. Yo creo que básicos del funcionamiento de la mente humana se deberían dar en el colegio; pero claro, qué voy a decir yo.
La sima
Ah sí, claro, que no lo he dicho: el último tabú, ocultarle a un hij@ que es adoptad@. Por supuesto, esto fue consejo, tal vez orden, del ginecólogo de los bolsillos llenos que aún los quería llenar más, de la monjita que seguía los planes del Señor. Esto se hacía en el pasado pero hoy cualquier especialista en adopción te dirá que es una idea fatal: imaginemos no la garganta o el barranco, sino el Gran Cañón del Colorado, la sima profunda de desconfianza que se tiene que abrir cuando se descubre. Y claro, cuando en una carambola Larrea destapa que es adoptada entra en bucle, en obsesión, y esa búsqueda se convierte en su vida.
En mi experiencia, los niños adoptados reaccionan de distinta manera ante la idea de la adopción y sobre sus padre biológicos, obviamente muy influenciados por la narrativa que se les ha dado desde peques. En su mayoría suele ser "tus padres te querían pero no podían mantenerte segur@ porque estaban enfermitos". Hay críos que reaccionan con la idealización ("a los 18 querré conocerles"), otros con ira, los menos con indiferencia. En todos los casos da mucha pena que piensen que son culpables de alguna manera porque sus padres no pudieran hacerse cargo, y que lo conceptualicen con el verbo "abandono". De nuevo en mi experiencia, la mayoría de estos padres no eran terribles, sino que la vida les había llevado a lugares espantosos. Ellos mismos habían sufrido negligencia, abuso, tenían problemas psiquiátricos, o de addiciones. Son dignos de compasión más que de odio.
La madre me provocó tanta ternura
No voy a hablar de la biológica, sino de su madre real, la que le compró los zapatos y estuvo al pie de su cama cuando tenía fiebre (por eso la llamo solo su madre, sin adjetivo). Su nombre es como una mala broma, tras su vida: Victoria.
A mí Victoria ha sido el personaje que más me ha conmovido, al que más veces he querido abrazar. Una mujercita guapa de piel perfecta y no lo sabe, pequeña, siempre esperando a que opinara y decidiera su marido, como tantas de la época, sobre todo si tenías un marido expansivo y personalidad "A" para lo malo, como el suyo. Una mujer que se dedicaba a trabajar como una burra para ahorrar dinero que se bebía el muy cabrón, y que se drogaba con valium del baño de los señores donde limpiaba. Larrea lo describe todo mucho mejor que yo: "la vida la había atropellado y luego había dado marcha atrás para atropellarla otra vez". Esta frase me escuece.
Una mujer que, cuando llega a abuela, como todas las abuelas españolas, les da 50 euros recién salidos del banco a los nietos. Las abuelas son mucho de efectivo: aún recuerdo a las mías. Mi abuela V. aún me daba la paga cuando yo volvía de vacaciones a Vetusta desde aquí. Me azoraba que una jubilada le diera dinero a una joven profesional: "abueeela, que ya gano yo suficiente". Le daba igual, yo siempre sería su nieta.
Ser grupi y bloquearte
Larrea va a una presentación de libro de Jean Winterton, la autora de "Las naranjas no son la única fruta" (1985), donde nos narra también su adopción, también con otros padres enloquecidos, pero estos peor, religiosos extremos. Yo lo divagué aquí, pero "Fruta prohibida" (atención: esa fue la traducción al castellano) no me gustó tanto como este. La autora hace fila para que Winterton le firme su libro, comparten unas frases. Larrea describe "un malestar de grupi a la que no se le ocurre nada brillante": me siento muy identificada, me pasó con Maruja, me pasó con Almudena. Ya me da miedo conocer a mujeres que admiro porque me vuelva a pasar lo mismo.
Me encantaría conocer a Larrea, contarle que, aunque ni de lejos lo mismo, yo tambien busco a una tal Felisa desesperadamente (no así, pero ese adverbio siempre me sale ante el verbo "buscar"-es una referencia cinéfila que si tienes cierta edad y sabes que Madonna "actuaba" conocerás), que he conocido a muchísimos niños adoptados a los que he tenido el honor de intentar ayudar, que en muchas familias hay "Secretos del corazón", como en la peli de Armedániz. Y que me encantaría que, con su sensibilidad, dirigiera la peli de alguna de mis historias.
Seguramente me bloquearía como buena grupi empanada, aunque llevaría el dedo entre dos de las páginas hacia el final donde ella ha escrito una de esas frases que me han hecho empañar los ojos y dar un salto al corazón:
"... mis rústicos padres, los que no tenían nada y me lo dieron todo. Quiero protegerles de los juicios apresurados sobre sus ignorancias, sus torpezas, y su pobreza. Mi única herencia fue su amor".