Ante todo, no quería ser la protagonista de la siguiente escena-cliché: yo, con el viento de frente y cara de considerar sesudamente lo que había dejado atrás (entran flashbacks de las calles de mi ciudad) en un acantilado de Whitby. Pero sobre todo, no quería dar charla intrascendente a los que, como yo, estaban colgados en aquella estación de autobuses. Porque según anunció al poco rato un chico pelirrojo todo huesos y corbata raída-bienvenidos al Reino Unido, donde los reponedores de supermercados llevan corbata-, el bus que esperábamos estaba roto en algún punto de "los Moors", la mancha verde misteriosa del mapa a la que aspirábamos adentrarnos. Yo iba a Banderley, pero ¿qué se le había perdido en Lo Verde a la señora de mi izquierda? Señora que, con gran estoicidad y sin dar una oportunidad al desánimo, sacó unas agujas, lana y lo que parecía un patuco y miró a su alrededor en busca de víctima. Mi objetivo se hizo claro: evitar la conversación que seguro contaría con testimonio gráfico, porque, aunque no existían los móviles, sí las carteras con fotos escolares de nietos. Aunque hubiera que subir al acantilado y someterse al cliché. ¿Habría consignas en aquel lugar?
Qué pregunta, consigna, pero la otra señora, la de las Jaffa Cakes dijo que ella me guardaría el maleterío, un conjunto irracional en su sobrepeso y volumen. En mi defensa: solo lo que se lleva una cuando se cambia de casa, país, y planeta. En aquella época, hace ya tanto, ni pesaban las maletas en el aeropuerto, o si lo hicieron, una mirada severa por parte de la azafata, y venga, pasa. Pero de haber fallado, Plan B: les habría llorado hasta hacerles llorar a ellos. Una pobre chica, a la que solo un examen separa de la estudiantez, que se halla justamente al otro lado del título de medicina, y lo que pesa tanto son libros, libros, libros, señora azafata, del que solo recuerdo el famoso "Kaplan, Manual de Psiquiatría Clínica", en castellano. Fue quizás la última vez que me compré un libro americano, y definitivamente fueron los últimos coletazos de mi lengua materna en el aprendizaje del cerebro y su otro lado del espejo, la mente.
Hasta la mochila de mano le dejé a la anciana entrañable que hervía una tetera más, y salí a las calles libre, como no me había sentido desde que dejé mi casa con todos aquellos bultos, hace ya unos días-noción del tiempo: perdida. Y en la calle, por fin aquello parecía una mañana, con el canónico cielo encapotado, pero con niños de uniforme, y gente en el semáforo, y una floristera que abría su puesto. Si crucé la mirada con alguien, debió ser allí donde aprendí que esto era el norte, y que con desviar los ojos no valía: aquí había que sonreír. La gente o bien es amable, o tienen ese tic, que me tenía que apresurar a hacer mío: renovarse o morir.
Y, ensimismada con estas altas reflexiones, doblando esquinas, descubriendo más calles, subiendo escaleras, mi mente parcialmente oscurecida por la noche toledada, de repente, la Abadía de Whitby me encontró a mí. No puedo describir mejor lo que pasó: ni iba a buscarla, ni pensaba en ella, pero al salirme al paso ahí arriba aquel fantasma, esqueleto de dinosaurio o cenizas de castillo en llamas (disculpas por imprevisto ejercicio de taller de escritura), me sentí como Lucy Westerna, hipnotizada.
De verdad que debería dejar las referencias a Drácula de una vez, pero es que cuando salió el sol entremedio de las nubes, las ruinas de la abadía con el mar de fondo parecían una pintura de Turner. Todo el agotamiento de días de viaje, de separaciones, de nervios y de anticipación cayó sobre mí, a la vez que ocurrió algo que helaría la sangre de cualquier lector de Stoker: un gigante perro negro venía corriendo, hacia mí. Parecía que iba solo pero, entonces, la vi a ella.
Tendría mi edad, o quizás menos, pero el maquillaje de los góticos es a veces impenetrable. Llevaba unas Doctor Martins y a saber qué bajo el enorme gabán casi hasta los pies (aún no se había estrenado Matrix, pero se hacen una idea). Por supuesto, me estoy resistiendo al adjetivo "negro", por razones obvias, pero es que todo lo era: desde el esmalte de sus uñas, hasta el pelo-corto, claramente teñido de azabache-ala-de-cuervo, o como dictamine esa temporada L'Oreal-, pasando por el eyeliner.
-No te preocupes! No hace nada!-gritó desde lejos-Vlad, Vlad! Para!
-Oh, en serio? (típico: dueña de perro que, mientras se te abalanza, dice "no hace nada")
-Sí, tranqui, pero ya lo ato- intentaba recuperar la respiración de la subida-, me llamo Lucy-y me extendió la mano.
Sus ojos eran de un azul helado, preciosos. No me gusta el azul que tanto abunda por esa isla, sin complejidad. Prefiero los ojos con matices, con brochazos de otros tonos, que sugieren mezcla, o lo que sea. Los gustos no se explican: no tengo porqué racionalizarlo todo.
-Ah, hola Lucy, encantada...-era de esa gente que apretaba mucho la mano- ¿tu perro se llama Vlad?
-Sí, ¿te gusta? -se retiró el flequillo con una mano llena de la obligada sarta de anillos; calaveras, serpientes, lo que quieras.
-Errm, Vlad, sí... ¿de dónde viene?
Y sin darle tiempo a responder, en un momento comenzó a llover con tanta furia, que solo pudimos echarnos a correr. Ven! A la abadía! Y debería recordar aquí el ruido de la lluvia y el olor del césped, porque esas son las clases de cosas que se escriben cuando una sube a un alto a ver el mar, pero lo que me queda son las risas, y la duda existencial de por qué todo el mundo se ríe al correr bajo la lluvia- a no ser que seas Lady Chatterley y vayas a lo más divertido que se puede hacer sin reírse. Lucy se sabía los arcos más resguardados dentro de la desolación-cobijadora total que era la abadía, y allí pasamos un buen rato hasta que amainó. Así es cómo supe que Vlad no era casual y que, recordaba bien, el Conde Vlad III Dracula había entrado a Inglaterra en forma de enorme perro negro, tras un largo viaje en barco desde Transilvania, de cuya tripulación solo quedaba el capitán, y de su cargamento las cincuenta cajas de tierra transilvánica que le serviría al conde para sus tumbas energéticas-a falta de mejor nombre.
Además, aprendí que Lucy era una chica cuyo amor por Bram Stoker superaba su pertenencia a tribu urbana, y supongo que la precedía, y era su razón de ser. Y, como todo hijo de vecino, quería hacer de su pasión su forma de vida.
-Igual que la gente va a York a hacer paseos de fantasmas, yo hago un paseo draculiano en Whitby-ya estábamos bajando hacia Whitby, la tormenta pasada.
-Suena muy bien, si tuviera tiempo me quedaría a tu tour, pero volveré...
-¿Dónde vives? ¿De dónde eres? Tienes acento de... déjame adivinar... Y no me has dicho como te llamas!!
Al doblar la esquina de la estación, yo estaba contándole lo de Banderley, y aún veo sus ojos: le había tocado la lotería. Una gótica provinciana, que se sabe Drácula de memoria, conoce a alguien que va a vivir en Banderley!
Me dio un abrazo de esos que luego descubrí las inglesas son tan aficionadas, con palmaditas en la espalda, y me metió en la mano una tarjeta.
-Este es mi teléfono-bueno, el del pub donde trabajo. Llámame y ven pronto. Quiero saber cómo es Banderley por dentro.
Cuando se alejaba el bus, miré el teléfono, el prefijo de la zona. En el reverso, con fondo negro (sorpresa), bajo unos ojos de sangre, unas letras se escurrían: "Conoce a Drácula".