Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.
No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.
Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú.
Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.
Cierro el cuaderno durante unos minutos, me abrazo a él, fijo los ojos en la claraboya. Está todo oscuro, pero ya me va bien: no quiero ver nada. Esta misma operación ocurre varias veces en la noche durante la lectura del cuaderno de Sylvia Lannister. Es historia personal, con poemas suyos intercalados, con poemas de otros: una amalgama que se resiste a definición. Es algo confesional, reivindicativo, explosivo.
Pero eso lo explica en otra parte del cuaderno, y ahora estoy asimilando el poema de Vilariño, que es como mirar el mar desde un acantilado de noche. No me abrazarás nunca / como esa noche / nunca. "Ya no", el poema, está intercalado en uno de los muchos intentos de Sylvia de dejar lo que tenía con Steen. Son tantos momentos y tan claustrofóbicos, que a ratos me parece que me falta el aire. Y describe el desgarro como ya me imaginaba que sería capaz porque, alguien que se abre en canal en notas clínicas que puede leer casi cualquiera, en un cuaderno privado es capaz de todo.
Sylvia empezó con este cuaderno en un punto de su relación con Steen, pero obviamente escribía antes: aparte de lo que compartía con el Grupo Bandersbury, escribía un diario, y poemas y relatos. Aquí hay alusiones a su vida pasada: el novio de hacía un tiempo, en Berkeley con una beca post-doc dando clases de literatura. Su obsesión por la poesía, desde que era pequeñita. Su amistad con Isabel Archer, con la que tal vez compartía el haber elegido este trabajo solo para adentrarse en el alma humana. El grupo Bandersbury, recuerdos y cierta añoranza brumosa. Todo esto, se vería pronto, solo estaba incluído como contexto de su situación actual.
En las primeras páginas, queda claro que Sylvia está confundida: hace un tiempo que su jefe y supervisor, el doctor Damien Steen -Dam, como a él se refiere- ha iniciado una aproximación extraña hacia ella. No parece tener un componente romántico ni sexual, solo un interés por compartir su gusto por poesía. Todo comienza en conversaciones en supervisión - si hace buen día, paseando por el bosque. Más tarde en poemas que él le deja en el correo interno, en el bolsillo del abrigo, en el buzón de su casa. Otras veces, él hace como que nada de esto ha ocurrido, o no le deja poemas en un tiempo. Todo lo que pasa despacio, pasa mejor y compartir poesía durante meses es un vicio en sí mismo. Poco a poco, lentamente, él no tiene ninguna prisa. Reforzadores Positivos Intermitentes, los más efectivos, dice el conductismo. Sylvia describe tan bien la emoción del momento de ver el trozo de papel doblado, su corazón a mil, y luego no poder dormir, no parar hasta memorizarlos, hacerlos suyos, poderlos recitar con la mirada perdida, disociada, en un punto del infinito.
Cuando ella le empieza a dejar poemas a él, se siente mal. No sabe por qué, pero cómo hablar de esto con su novio que, mientras ella en mitad de la noche le escribe un poema a Dam, está ajeno inspirando a una clase de estudiantes californianos a leer a TS Eliott. Pese a todo, continúa, en medio de problemas de conciencia, culpa, remordimiento, que dan mucho juego literario en su cuaderno. Escribe una mente en conflicto con ella misma, con su rol como novia, con las expectativas de la sociedad de una mujer en su circunstancia. Son entradas llenas de desazón y vértigo pero también de solo-se-vive-una-vez. Son todas las mentiras que la humanidad se ha dicho a sí misma en esas situaciones -no hay nada nuevo bajo el sol. Pero también todas las verdades: seguro que en el lecho de muerte, la gente debe dolerse por lo que no hizo, por el momento no vivido.
Entonces fue la época en la que se empiezan a comunicar además a través de las notas clínicas: Sylvia cree que todo es referido a aquello que le está pasando y está presente en todo lugar. En el hospital, nadie nota nada: él sigue flirteando con su harén de enfermeras cuando pasan planta- todas desesperadas por una gracia suya-, pero con ella el juego es diferente, menos evidente, más oscuro, y Sylvia se siente enloquecer de júbilo. En el grupo Bandersbury, alguien tal vez anota que si su poesía siempre había sido de alguna manera desgarrada, ahora ha cobrado la intensidad del que escribe con su sangre.
Cada vez menos se pasea su novio por sus duermevelas, probablemente en esos momentos una playa hasta arriba de cannabis y enrollándose con chicas con cintas en el pelo. Esa imagen en su cabeza, su novio besando a hippies, le parece inocente y casi tierna, nada que ver con su despeñarse por un barranco con este hombre con el que tiene una relación de poder, que le lleva más de 20 años, del que todas las enfermeras están enamoradas y al que espera su mujer en casa cada noche: ¿qué puede ir mal? Algo le dice a Sylvia no solo todo esto, sino además que Steen no es trigo limpio.
Pero le da igual: cuando se deja de pensar con claridad, como ocurre por definición en todo enamoramiento, ese estado de enajenación mental transitoria, todo esto da igual. Lo que te dice tu sentido común o te diría tu madre, tu hermana, tu amiga, las feministas de la primera, la segunda, la cuarta puta ola, todo da igual. Así que ella se lanza y se lo dice, porque “esto que tenemos, nadie, en ningún sitio, jamás lo tuvo” y no se puede dejar pasar. Pero él responde con el "The dark end of the street", que yo ya me sé de memoria de tanto escucharla. Y Sylvia copia parte de la letra en su cuaderno, y lo rodea: siento como le duele cada vez que va por encima de las letras: “Hiding in shadows where we don't belong”. No, Sylvia, no puede ser, es lo que ya sabías antes de comenzar, cuando estabas en el borde del trampolín antes de saltar. De qué te sorprendes ahora, tonta, más que tonta, en qué estabas pensando idiota.
Todo da igual, porque cuando empieza el sexo -cuidadosamente pautado por él- es la repetición magnificada de todos los sentimientos anteriores. Si antes era la culpa, el anhelo, la desesperación de la ausencia, ahora es el terror de que se acabe aquello algún día. Porque lo que pasa con Dam -Sylvia me persuade de que llamarlo sexo es banal- no tiene que ver con nada que ella hubiera tenido antes con su novio, con previas relaciones, con rollos de una noche. Aquellos encuentros pasan a ser una especie de estado de gracia, son meterse morfina, entrar en trance, perder la orientación y el sentido.
Pero otras veces, cada vez más, son tocar fondo y no poder ni querer salir de ahí, en esa sima oscura y densa que no es normal, ni conduce a nada más que a sí misma, regodeo de lo abisal. La adicción mental se vuelve física y Sylvia describe lo que más bien parece una no-vida alternada por momentos de luz tan intensa que ciega, y que la deja deslumbrada hasta la siguiente dosis. Sabe que no controla nada, pero que quiere seguir sin control -esto es de primero de adicciones. Pero cada día más que el anterior, Sylvia termina derrotada, queriéndose ir a su casa, a la cama, al útero materno y no salir jamás. Todo está en juego: el respeto por sí misma, su salud, su vida. Porque cada día se siente más baja, más detestable, más mierda,
Después de un rato en el que me parece que todo esto es demasiado por sobrellevar, algo cambia. La misma imagen me da ahora a mí, replicando un momento de Sylvia, impulso para empujarme: tengo que compartir esto. Abro de nuevo el cuaderno y paso páginas rápido, leyendo aleatoriamente frases, trozos de poemas, y escucho su inflexión de voz: ahora que conozco la historia, me puedo parar en la forma de contarla y me doy cuenta que todo el cuaderno es lo que se llama literatura. Pero aparte de esto y de que mueve y conmueve, es además un arma. Y no solo para hacer justicia -alguien tiene que parar a Steen-, sino para que muchos lo lean y se encuentren, o tal vez para que otros estén alerta para el futuro. Pero sobre todo, por ella, porque no puedo dejar que un talento así se quede enterrada en unos túneles, una vaga memoria de un grupo que escribía: su lugar está ahí fuera,en las librerías, en las bibliotecas y en el corazón de la gente a la que va a tocar con su magia, como lo ha hecho con nosotros.
Sylvia, estabas esperando a que alguien como yo, un día, pudiera encontrar tu cuaderno. Con tremenda ambivalencia, eso sí, porque tengo claro que la razón por la que tú misma no dejaste este cuaderno más visible fue por vergüenza. Como si esto hubiera sido culpa tuya. Como si, aparte de tu bondad e ingenuidad, hubieras tenido algo que ver. Pero aquí estoy yo, para intentar por todos los medios publicar este cuaderno, que será tu libro. Lo sé, Steen, tengo mucho que perder, pero por algo tan enorme como esto merece la pena arriesgar a quedarme sin carroza.
De repente, un ruido abajo rompe el silencio absoluto de las horas que llevo aquí leyendo. Hay un forcejeo: están intentando abrir la escalera del desván. No hay cerrojo para echar desde arriba y no hay posibilidad de esconderme aquí. Estiran y la escalera ha ido para abajo. Y entonces, la cabeza de Sister Harding, seguida del señor Foster: nunca me había alegrado tanto de ver a alguien. Harding me abraza, y yo a ella, y las dos estamos llorando. Es como si ella supiera, como si ella hubiera sabido desde hace años, en primera persona, lo que yo acabo de descubrir.
El señor Foster era el único que sabía que existía el desván y que yo subía aquí, igual que Harding fue la única que se dio cuenta de que yo me había ido de la fiesta: forman un buen equipo. Cuando por fin bajamos, al final de la escalera están mis amigos: Sandip, Marla, Will, Yolanda, Richard, Isabel, Duncan, Morgana. Todos pálidos, las lentejuelas mate, como una compañía de titiriteros baratos -dónde quedó el grupo teatral algo venido a menos de hace unas horas. Me abrazan, me hacen una melé, y al separarnos sabemos que tenemos que hablar.
Y así es como amanece -y eso es decir mucho en diciembre en Yorkshire- ese domingo, todos alrededor de la chimenea en los sofás amarillos, yo voy contando mi historia, y ellos van recordando todos los momentos, todos los suspiros, todos los cambios de tema. Del terror grupal por lo que había pasado, del miedo de hablarlo, o contárselo a una nueva. De la culpa con Sylvia: por no haberlo reconocido, por haber mirado para otro lado, por haberle fallado. En una esquina, muy callada, está Sister Harding. Cuando al final se pone a hablar, se instala una nube oscura sobre nosotros: poco había cambiado la manera de operar de Steen en todos estos años. Hace muchos, Harding fue enfermera en la planta de perinatal pero, aunque con cicatrices, logró escapar. Tal vez era más fuerte, tal vez más cobarde, tal vez con otras prioridades, tal vez no tenía otra opción, pero decidió no perder su carroza. A cambio se le cerró el corazón, se le hizo de hielo, se transformó en la Sister Harding de mi primera noche, severísima bajo las gárgolas iluminadas. Este mecanismo de defensa le fue bien durante mucho tiempo: convencerse que lo que le había hecho Steen era algo suyo, privado y como tal lo tenía que manejar. No tenía nada que hacer frente a uno de los médicos más carismáticos de Banderley: quién se creía que era ella, una enfermera de pueblo arribista que seguro lo había instigado. Los años pasaron, los laureles, los hijos, los viajes se sucedieron para Steen; ella se quedó anclada como enfermera jefa de la planta de Cook. Su mente bloqueó lo que pasaba con la hilera de residentes y enfermeras que rotaban en la planta de Steen, hasta que llegó Sylvia. Entonces los fantasmas empezaron a aparecer cada noche, aunque seguía igual: no lo podía hacer sola. La culpa, la rabia y el dolor iban a destruirla, pero la vergüenza era viscosa y enorme. Así que esperó y esperó, igual que esperaba el cuaderno de Sylvia, ambos enterrados, a que érase una vez, de un país muy lejano llegara alguien, curiosa y audaz, a la que dejaría pistas en forma de regalo de Navidad. Quién lo iba a decir, aquella persona era ese ratoncito asustado de hace un año: yo.
Es 23 de diciembre, en el aeropuerto de Manchester: vuelvo a casa por Navidad. Encuentro una cabina y marco el número de Wences:
-No sabes la de cosas que tengo que contarte, Wen, pero no tengo más que un minuto para despedirme.
-Mi niña! ¡Te vas a casa! Tu familia no te va a conocer!! Ah, y lo primero: felicidades por pasar tu examen!!! A la primera!!!!
-¿Cómo lo sabes? ¡La carta llegó ayer! - le digo
-Tengo mis informantes, que obviamente no son tú -dice- ¿Cuándo echas la solicitud para la plaza en mi hospital? Ya les he hablado de ti...
-Yo que sé Wen, tengo que pensar mi vida, han pasado muchas cosas...
-¿En el manicomio? ¿En serio? Va a tener que ser una buena historia para rellenar estas Navidades de guardia… las primeras que paso fuera de casa - y termina pretendiendo una voz llena de pánico.
-Ay qué llorica eres, te llamaré desde allá… una cosa, escucha: ¿no tenías una amiga en una editorial?
-Sí, Joanna, muy amiga nuestra...
-En enero, ¿me podrías poner en contacto? Tengo una cosa que quiero publicar- le digo, tengo el cuaderno de Sylvia conmigo - Esto se corta! Love you!
-Love you too, Mariona, vuelve pronto...
Llaman a embarcar. Miro por los ventanales y, al igual que aquella tarde hará más de un año en Victoria Coach Station: por supuesto, llueve.