Lo primero que vi al abrir los ojos fue un pajarito columpiándose en la rama de un abedul. Estaba enmarcado por una ventana blanca dividida por los típicos cuadritos ingleses y a su alrededor, la pared, de ladrillos también blanquísimos le daban una simplicidad encantadora. Durante el segundo que duró la primera confusión del despertar en camas prestadas, debí pensar que estaba en el cielo. Pero cuando salté de la cama y me encaramé a la ventana, solo vi verde y más verde, hasta el horizonte, iluminado por un sol decidido y a la vez contrastado por alguna nube negra que transformaba a los Moors en un maravilloso cuadro lleno dramatismo y paz, si eso es posible al mismo tiempo. El pajarito voló y murmuré los versos que todos los que pensamos en castellanado tenemos en nuestra cabeza ante la palabra verde, que te quiero verde. Verde, el color de la muerte.
Estaba en Banderley y debía ser muy tarde para que fuera de día en Noviembre. Nadie me había llamado, nadie me había echado en falta. Porque Sister Harding había dejado claro la noche anterior que necesitaba descansar, y que la primera semana me la debería tomar como si estuviera en un balneario, pero sin las aguas. Conocer gente, pasear, perderme por Banderley. Como una Montaña Mágica de tercera, porque ya se sabe que esta isla no tiene altitudes como las Suizas, ni yo era Hans Castorp, aunque casi tenía su edad, 23. El entrañable Hans, al que "una arruga en cualquiera de sus camisas de color hubiera causado una verdadera indisposición". Me había sabía esa frase porque nos reíamos mucho con ella con un amigo del pasado, que también leía a Mann. Y ahora estaba sonriendo, yo sola.
Una de mis maletas estaba abierta, y saqué una camisa y unos pantalones. El neceser estaba donde lo dejé por la noche al cepillarme los dientes, encajado entre el lavabo y la pared. A su lado, encima de un baúl bajo de la ventana había un juego de toallas con el "Banderley Hospital" no precisamente bordado, sino impreso en tinta azul, con una fuente funcional. Me alegré de haberme traído un albornoz enorme, esponjoso y que iba a la perfección con el blanco-nuclear de mi habitación en Banderley. Y sus zapatillas a juego.
El baño, que compartía supongo con las habitaciones del pasillo, tenía el mismo aire que mi dormitorio: techo altísimo, con una ventana a juego, que en su espiritualidad se eleva y te hace sentir pequeña. Afortunadamente, el suelo no estaba enmoquetado, sino forrado con un sintasol barato. La bañera era enorme, iba de lado a lado, prácticamente podría echarme en decúbito supino (demasiados años de anatomía) y meter la cara con los ojos abiertos como en las películas de miedo (demasiadas ídem). Los grifos eran como los recordaba de mi época de estudiante: seguían sin descubrir el mezclador, en uno ponía H y en otro ponía C. En el lavabo una termina solo usando el C, pero en la ducha, algún europeo lo había solventado con esa especie de estetoscopio de goma que se pone en cada uno de los grifos, y que termina en la alcachofa de ducha más triste jamás vista y sufrida. Ducharse con eso era complicadísimo, sobre todo si, manías, usas las dos manos. Aquella mañana necesitaba una ducha caliente a presión, para quitarme los kilómetros, y las estaciones de autobuses y la soledad que sentía en aquel lugar donde, de día, aún no había visto a nadie. Así que, enfrentada al estetoscopio de goma raída, decidí darme en su lugar un baño épico en el que, sí, metí la cabeza antes de enjabonarme y abrí los ojos bajo el agua. Lo que vi fue la ventana, suspiro lánguido, y el fluorescente parpadeando, un conjunto surrealista. Al salir, me quedé mucho rato mirando el ángulo de la ventana, con un fondo de goteo inquietante, si una hubiera prestado atención.
Al salir, el olor de las toallas de Banderley era todo asepsia y su textura era años, era vapor y planchado industrial, era otras vidas, y enseguida vi que mi albornoz iba a ser mucho más que la contraposición a esas toallas. Mi albornoz iba a ser mi casa, y mientras me ataba el cinturón y salía al pasillo pensaba en los pobres monitos de Harry Harlow. Cuántas veces me había quedado preocupada leyendo este experimento cuando estudiaba psicología clínica en la universidad. Harlow, un investigador de los años 50, quería demostrar el impacto que causaba deprivar de la figura materna o paterna -de amor, vaya-, a los bebés. Para ello realizó unos experimentos que hoy en día no serían aprobados por los comités de ética, pero eran los locos años 50: la crueldad animal no era un problema. En esos experimentos se dejaba a un monito bebé solo con un muñeco que pretendía ser la madre, una especie de armadura de hierro espantosa, pero con dos bultos que daban leche, y a su lado otro muñeco subrogado mamá-mona que era de peluche, calentito, al que abrazarse. El monito acaba prefiriendo el mono de peluche que no da comida, antes que el de alambre, que da. ¿Me quedaría sin desayunar por una rato más hecha bola en mi albornoz?
Al fondo del pasillo había una puerta abierta y recordé que Harding había indicado, con prisa, que eso era la zona común. La cocina -que olía a curry- era enorme, tenía un ala que era comedor, y separada por una especie de office, otra salón, con una chimenea enorme, que aún se usaba y que venía de la época en la que no había calefacción. En los sofás había un par de mantas dobladas, algún libro en la mesa central (¿alguien estaba leyendo "Possession", el premio Booker de 1990?), una trenca desmayada en un colgador, una raqueta, revistas de criquet... En la nevera había leche, mantequilla, mermelada de naranja amarga, algunos yogures, pan de molde, y unas manzanas pequeñas y arrugadas, que parecía llevaban una vida allí. La tetera estaba fría, la enjuagué y la puse a hervir. Me asomé a la ventana, que tenía la misma vista que mi habitación, y me senté en su alféizar, un lugar en el que luego pasaría tantas horas, leyendo o perdiéndome en la paz de los Moors. Y respiré tan hondo que resonó: ¿por qué hacían los techos tan altos los victorianos?
Plop, la tetera saltó y a la vez oí un ruido: se abría una puerta abajo y unos pasos subían por la escalera. Claramente, mi albornoz azoró al chico indio que entró en la sala-pensé entonces, pero con el tiempo, me daría cuenta que Sandip era así de raro. O en el espectro autista, porque también con el tiempo en Banderley aprendí que, para los psiquiatras, particularmente los que viven encerrados en una Institución Total como era Banderley, todo son desórdenes, o enfermedades, o síndromes, o meros signos y síntomas. En aquella época, yo aún pensaba que había gente con enfermedad mental, y luego estábamos el resto, con nuestras manías, nuestras preferencias, nuestra personalidad.
-Buenos días, llegué anoche-y le tendí la mano-. Me llamo Mariona Calleja.
El que luego sería Sandip no sabía donde mirar, y se dirigió a la tetera con la excusa de que había saltado para evitar darme la mano. De espalda, dijo
-Marion Calleha.
-Mariona. Tú, cómo te llamas?
-ermm, Dr Patel-mientras salía de la estancia-. Marion Calleha. Marion Calleha.
Oí sus pasos por la escalera, y me puse el té. Una vez en el alféizar, volví a oír sus pasos, que ya reconocí por su deje patoso, y su voz, ciertamente mecánica:
-Marion Calleha-e hizo una mueca que solo alguien con buena voluntad podría interpretar como sonrisa. Se me han olvidado mis revistas de criquet. ¿Te gusta el criquet? Aquí hay muchos partidos.
Y sin dejarme responder, desapareció.