Anita
se secó las manos con prisa y miró por la ventana: había parado de llover.
Repasó el rímel del párpado inferior frente al espejito redondo, y se
revolvió el pelo detrás de la nuca, donde había llevado tres rulos desde
la hora de comer. El reloj de la torre de la iglesia dio las cinco: iba tarde.
Se precipitó por las escaleras, se metió en sus zapatos topolino, y con la
rebeca sobre los hombros miró por la puerta que comunicaba el recibidor de su
casa con la tienda, donde la chica que atendía estaba ordenando las butifarras
negras, blancas y el Bull. Hasta
luego, Pepi!, y el sol de la calle la hizo sonreír. Su primer paso sobre la
cuesta empedrada dijo más de ella que todo este párrafo: Anita pisaba
fuerte.
Anita, ¡que te vas a matar!-le dijo la dueña de Casa Biayna, mientras la veía correr, a pasitos muy cortos bajando
la calle principal de ese pueblo del Pirineo catalán, casi Francia, que llenó
mis veranos. No se preocupe, Señora Biayna, tengo mucha práctica. La vecina se
quedó atrapada en el vuelo de su falda, tan estrecha en la cintura, digna
de hacer sombra a la misma Betty Boop, pero enseguida giró la cabeza en dirección
opuesta. Un gato cruzaba la calleja -imposible cuando los hielos, por algo la
placa decía "Calle de la Amargura"-,
que terminaba en la plaza del pueblo, donde el reloj acababa de dar el cuarto.
Anita
caminó sin mirar atrás hasta la esquina del Camí de Talló, donde se encontraba con
su novio. Llevaban poco tiempo festejando, pero a Anita le encantaba ir con él
a tomar leche merengada a la terraza del Cinema
Avinguda, porque Blas era un chico muy bien plantado. Además, sus ojos eran
tan negros que casi daban miedo, y esa sensación de vértigo, de estar
jugándosela con algo misterioso y lleno de peligro, como en las películas, le
daba alas. Se saludaron y fueron, como cada día de las últimas semanas, a dar un
paseo.
Al
padre de Anita no le había gustado Blas el día que vino a tomar café. Lo
conocía desde chico, porque su familia regentaba la carpintería, pero
era uno de esos jóvenes que ahora abundan, hija, muy metido en política, lo veo
muy confundido. Pero papá-Anita se sentaba en el brazo de la butaca mientras él
leía el periódico-, yo creo que exageras, conmigo no habla de política, se le
pasará. Aquella tarde caminaron hasta la Font
del Cuc. El olor de la hierba mojada de los prados y los colores de la Cerdanya corroboraban la imposibilidad
de lo que Anita se empeñaba en no saber, lo que la radio no paraba de anunciar,
lo que su padre y los otros señores no dejaban de comentar en el casino.
Siguieron el camino entre los árboles, paralelos al Segre, con uno de los
mejores sonidos que la naturaleza ha inventado: los ríos de montaña. Anita era
feliz, y el mundo simplemente no estaba a punto de colapsarse a su alrededor.
Al
llegar a la fuente, Blas tuvo que pararle los pies: tanta felicidad era
irresponsable, Anita, España está en una situación insostenible. Pero las cosas
iban a cambiar, desde luego, él y los que pensaban como él no iban a dejar que
nuestro país fuera el hazmerreír del mundo. Sin embargo, su padre y otros como
él olvidaban la vieja gloria de esta tierra, ya está bien de tanto río y tanto
pajarito, Anita. Y ella, que había estado mirando un diente de león como
distraída, empezó a escuchar todo como en sordina, y de repente la voz de su
padre, en su sillón orejero, rodeado de periódicos y libros que ella no se
había molestado en leer decía "ese chico no me gusta... ten cuidado".
Cuando terminó su discurso, y solo se pudo oír el río, tan vital, Anita se dio
cuenta que no podía repetir prácticamente nada de lo que Blas había dicho,
aparte de la última frase, que coronaba el extraordinario compromiso con sus
ideas: "Y si me dicen que por Dios y por España tengo que matar a mi mujer
y a mis hijos, por Dios y por España los mataré".
Anita
entendió, de pronto, pero no dijo nada. Volvieron caminando con el Segre de fondo y sorteando las empalizadas de los prados. Blas no notó lo
que ella acababa de decidir, que no había futuro para ellos, hasta que llegaron
a la plaza del pueblo, rodeados de todas esas piedras que habían visto pasear a
Bécquer. "No seré yo ni mis hijos los que estén rezando porque nunca
se te pida un sacrificio por Dios y por España. Adiós".
Pasaron
los años y España, ese concepto con el que a Blas y a los suyos se les llenaba
la boca, fue partida en dos trozos. Quedaban solo unos meses para que la
península se tiñera de azul, con su camisita y su canesú: malas noticias para
esa parte del Pirineo que había sido, durante la guerra, de otro color. Aquella
noche, las tropas estaban de retirada, y los hombres cruzando por las montañas
hacia la Francia. Uno de esos hombres era un abogado joven, que había ganado la
oposición a secretario del ayuntamiento del pueblo del Pirineo, y otro el padre
de la Yaya.
La
Yaya, que cumplía 16 años el 18 de Julio de 1936, tenía entonces casi
tres más y vivía con sus padres en la calle de la cuesta, enfrente de la casa
de Anita. Habían venido de Barcelona hacía unos pocos años porque a su madre,
cardiópata, el médico le había recomendado, como hacían siempre en la época
"el aire fresco de la montaña". Igual que a Bécquer, que se refugió
en el mismo rincón para tratar su tuberculosis, o a Hans Castorp, mucho más
lejos. Enmedio del silencio que sí había tomado ya el pueblo, Anita cruzó la calle, esta vez sin sus topolinos, para insistir a la
Yaya y a su madre que pasaran a su casa, donde se habían reunido varias
mujeres, todas sin sus maridos que en ese momento cruzaban a pie los Pirineos,
con una nevada tremenda.
Allí
cosían, entre susurros, alguna amamantaba a un niño. El de Anita ya no tomaba
pecho, tenía más de dos años, y era igual que el abogado que caminaba hacia
Francia. De repente, un ruido enorme. Anita y la Yaya subieron a la primera
planta y, sin luces, miraron por la ventana. Todo estaba tranquilo: solo se
oía algún animal en la vaquería de atrás. La Yaya recordó a Anita lo peligrosas
que eran las ventanas, y esta se puso un dedo entre los labios, mirando al
techo. Unos pasos en la nieve, plas plas plas plas. Eran pasos de botas
militares, botas de los que entraban a tomar el pueblo, botas que, tras subir
la cuesta, se pararon frente a la puerta. Todas contuvieron la respiración. Más
pasos, y por fin, tres fuertes aldabonazos.
-¡Abran la puerta!
Bajaron,
y Anita la abrió con tanto ímpetu como golpeaba los adoquines de las
calles con sus tacones. Se encontró a un hombre alto, bien plantado, con la
gorra calada y una capa que le cubría como si fuera un ánima salida de un
cuento de Bécquer. Anita no dudó:
-¡Por Dios y por España, descúbrete, porque sé
quien eres!
Cayó
la capa y tal vez sus ojos oscuros ya no eran los mismos de hace años:
-¿Estás casada?
-Sí,
lo estoy, ¿quieres ver a mi hijo?
-No-carraspeó,
y mirando a los lados añadió-Estos hombres están hambrientos: que coman y beban
hasta que se cansen, ¿entendido?
-Como
sabes-Anita se giró hacia la puerta que comunicaba su casa con la tienda-aquí
podréis comer hasta hartaros.
La
nieve seguía cayendo fuera, con rabia, cubriendo poco a poco las pisadas de la
tropa, y las de los hombres del pueblo que, en esos momentos, cruzaban por las
montañas la frontera de Francia.
PS: La foto es del Joven Artista Local, al que le gustan las Historias de la Yaya casi tanto como a mí.