17 enero 2019

Serial 5. Chocolate Suicide: Marketing sin tacto para un sanatorio mental.

Cuando por fin me aventuro fuera de la que hoy es mi casa, -y que un día fue granero o similar-, me doy cuenta que el edificio principal de Banderley, el castillo gótico encantado y encantador, está más lejos de lo que recordaba por la noche anterior.  Calculo que la pradera que nos separa será mayor que un campo de fútbol, pero no tiene porterías, solo esos palos verticales de rugby. Parece un colegio privado que usa el deporte para diferenciarse de los del populacho: al final, el fútbol, lo pueden jugar chavales en una era o en una favela, "un deporte de caballeros jugado por hooligans", mientras que el rugby es ese deporte de hooligans jugado por caballeros", dicen. Imagino que también habrá criquet, deporte que desde ya me niego a intentar entender, tal vez hockey.  


Avanzo por el césped -si hay un caminito en algún lateral, no queda claro. 
Hoy hay niebla -se agradece el atrezzo para seguir alimentando el mito que ya corre salvaje en mi cabeza- y todo está desierto.  Cuando por fin llego al lateral de Banderley Central-así aprendí luego que llamaban al castillo, en concreto Banderley-C, estamos en el país de los acrónimos-, mi cabeza está mojada. Primeras impresiones, pienso, mientras me suelto la coleta y sacudo un poco el pelo: gran momento para hacer mi entrada en la cantina.

Según el mapa que me dejó Harding, la cantina debe de estar en ese ala, frente a la pradera. Cuatro escaleras, con una balaustrada grandilocuente -como todo en  Banderley-C- llevan a una puerta doble de madera con cristales mosaico de colores, entreabierta. El pasillo, como el de anoche, es todo baldosines en puzzle granates, blancos, y azules pero en este no se  mueve ninguna pieza. Entonces, Yolanda.

Yolanda es irlandesa, risueña y expansiva. El nombre fue una excentricidad de su padre: vivían en Texas, casi frontera con México, cuando su madre se quedó embarazada. Tiene mi edad y había llegado a Banderley haría un año. En el futuro me recordaría muchas veces cuando me encontró, como hipnotizada, plantada en medio del pasillo, mirando al suelo, y de cómo me costó reaccionar:  aquel primer día no entendí su acento. Yolanda es morena con un pelazo, su secreto para ese volumen es que en realidad lo tiene rizado, pero se lo alisa. Lleva una cinta azul a modo de diadema. Ella también va a la cantina, aunque para mi alivio no habrá nadie porque ya es tarde. Ella está de guardia y habían tenido una emergencia en la planta de psicóticos, de ahí esas horas, no viene a comer tan tarde. Un paciente se había puesto agresivo, y terminado en confinamiento supervisado. Pero era solo por la guardia que había intervenido en psicóticos, ella estaba desde la última rotación en forense, en aquel edificio del fondo -y por la ventana me señala otro edificio menor cuya arquitectura rompe con la belleza de todo el conjunto de Banderley. Se había construido hacía una década y era una unidad de semi-seguridad. Yolanda dice que quiere sub-especializarse en psiquiatría forense cuando terminase la farsa de la residencia.

Sí, la farsa, subraya cuando me río. Está ya aburrida de rotar cada seis meses por especialidades que no le interesan: los neuróticos de siempre, ansiosos, deprimidos, los bipolares, esquizofrénicos, los de adicciones, los desórdenes perinatales. A ella lo que le interesan son los malvados, y eso es lo que quería investigar. "Y tú, qué quieres?" me pregunta, así, frontalmente, mientras que yo pongo queso cheddar rallado sobre la patata asada, lo único con que me he atrevido de la oferta de la cantina. Porque no he entendido nada, y no me refiero al idioma: ni tener la comida delante me ayuda a procesar lo que eran esas masas mezcladas con salsa. Esto era la Inglaterra profunda, está claro. Me tendré que acostumbrar o pasar el resto de mis días en Banderley pidiendo desayuno inglés a la hora de la comida -el viaje anterior me había servido de inmersión a las alubias- y patatas asadas con cheddar o coleslaw. Coleslaw que yo llamaba en mi cabeza "coleslao" hasta que un alma bondadosa me abrió los ojos, y resulta que la maldita coleslao dicen suena como "cólslo". Un idioma sin lógica.

-¿Qué quiero hacer? No sé, no he trabajado nunca antes... quiero empezar y ver que...

-¿Y en qué equipo empiezas? -Yolanda no tiene paciencia para las pausas. 

-Con el doctor Cook? -digo con una inflexión al final, exploratoria.

 Yol mira hacia arriba con resignación, y hoy no, pero asegura que ya me pondrá al día del tal Cook, sus manías y los estrambóticos miembros de su equipo-que iba a ser el mío. En cuanto a mi casa...

-Tienes suerte, si estás en Drummond -suspira-, es el mejor edificio... en su día debieron ser las caballerizas, pero luego lo reciclaron para residencia de residentes. Tiene mucho encanto. Yo estoy en Balmoral, que como los edificios de las otras dos Casas fue construido en los 60, funcionales y feos.

Como sospechaba, esto era la continuación de un cole para pijos, donde los niños de distintas edades están en grupos para competir: había cuatro "Casas" que se llamaban como castillos escoceses, tan cerquita estábamos del país vecino, y además de Drummond y Balmoral, estaba Stirling y  Edimburgo. Cada Casa tenía una serie de identificadores que iban desde escudos hasta animales, pasando por colores (amarillo, azul, rojo y verde).  Me costó darme cuenta de lo que representaba el sistema de Casas, y lo en serio que algunos de mis compañeros se lo tomaban. En los días siguientes en casa (Casa Drummond) me di cuenta de que los ribetes de las toallas estaban en amarillo, y los sofás del cuarto común eran amarillos, y unas capas para la lluvia colgadas detrás de la puerta de salida eran amarillas, y las botas de agua alineadas bajo las capas tenían una raya, sí,  amarilla. En Balmoral, la de Yolanda, todo esto era azul. Y le suena el busca. 

En el pasillo que comunica la cantina con la iglesia hay un montón de cuadros que empezaban hacía décadas, en blanco y negro descolorido, y donde sonreían chicos de mi edad con gafas pasadas de moda. En los años más recientes comenzaban los colores de las Casas y a aparecer las chicas, pero siempre éramos minoría.  Al llegar a la capilla, la puerta está cerrada con llave. Al lado,  un cuarto llamado "Oasis multi-fe"  (lo sé, pero no lo he inventado yo. El remanso  donde los religiosos iban a dar rienda suelta a sus supersticiones-cuántas conversaciones tendríamos a lo largo de mi tiempo en Banderley sobre el tema: "Es la religión una idea delirante? Discuss"). Este sí que estaba abierto, y vacío: una sala funcional y tristísima, que más que un refugio de paz parecía una sala de velatorio. La capilla, sin embargo, era otra cosa, pero eso no lo sabría yo hasta pasado un tiempo porque siempre, siempre, estaba cerrada.


Está ya oscureciendo -
por estas latitudes no quiere decir que sea tarde- y me paso por la pequeña tienda que me enseña Yolanda, cerca de la cantina. Aquí puedes comprar un poco de todo, es una cueva de Ali-Baba, con señor pakistaní que siempre miraba criquet en una tele bajo el mostrador. La gente en general comía en la cantina, y algunos también cenaban, pero este era el lugar donde se iba para llenar tu estante del frigorífico. También podías pedir encargos, y el de la camioneta blanca -con bandera inglesa en el salpicadero- lo traería el jueves. Mi primera compra consiste en dos o tres cosas, de las que solo recuerdo el precio (carísimo, cifra grabada a fuego, £32) y un tubo de helado llamado Chocolate Suicide. No sé si es un nombre muy apropiado para un hospital mental. Y yo, no soy particularmente de helado.

Al llegar a Drummond, abrazada al helado, está todo silencioso. Las escaleras, de madera blanca, gruñen bajo la alfombra -amarilla, por supuesto- que la forra por el centro. Hacia la mitad de escalera se apaga la luz, maldito temporizador: aprendería más tarde a subir a toda prisa.  A tientas llego al final, la puerta del salón está cerrada. Me parece oír una especie de murmullo. 

SORPRESAAAAAAAAAA!!!  Cuando alguien por fin enciende la luz, un grupo de gente sonriente con gorritos de Nochevieja y bajo guirnaldas amarillas parecen alegrarse mucho de verme. El Chocolate Suicide se me cae a los pies. 



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5 comentarios:

  1. ¿Te tocó la casa amarilla? El peor color. Salvo por los impermeables, que DEBEN ser amarillos. Hasta que vuelva Lux, habrá que hacerse cargo de las correcciones gramaticales. "debía estar en ese ala". Hay que poner "en esa ala". Ya sabes: sustantivos femeninos que empiezan por a tónica cambian los artículos "la" por "el" y "una" por "un". Pero ya está. No hay que cambiar nada más. (Lengua de selectividad, je, je. ¡Estoy puestísima! Por cierto, ¿Qué tal los exámenes de Mini? ¿Le da la nota para entrar en el colegio de Lady Margaret?)

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  2. CESI!!!! Qué alegría verte... y eres demasiado amable con lo de q aquello es el único error... mira que casualidad q estaba pasándolo a word (escribo directamente en blogger, pq si lo pegas de word -donde vería erratas mucho mejor-problemas la la la) y vamos... eso es un campo de minas!!!! Los he puesto unos detrás de otros (ejercicio q aún no había hecho) para ver si así me animo a sentarme a hacer la estructura...

    De MIni aún no sabemos nada, ya terminó los exámenes y ahora toca esperar... y por cierto, el amarillo es el color de su House en el cole, así q le tenía q adjudicar ese a Mariona, no?

    Love

    di

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  3. No es El Nacimiento de Una Nación, pero sí El de Una Profesión.

    Todo dispuesto para que los residentes se volvieran un poco majaras. Es algo importante que se esperan de ellos.

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  4. Sì, Nàn, es una "Instituciòn Total" , q ha dado para mucho estudio sociològico, (Goffman).

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  5. Bueno, ya estamos dentro.La protagonista tiene muchas espectativas y aunque todos son un poco raros, supongo que eso es normal en sitios así. Bien mirado no hay casi nadie normal en ningún lado y de cerca todos lo somos.
    Muy acogedor no parece el sitio y el tiempo tampoco ayuda. Se aprenden cosas históricas también, y de esos lugares sé bien poco.
    Gracias y seguiremos leyendo.
    Un abrazo

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